MIÉRCOLES. OCTUBRE 21

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   Es preferible que noventa y nueve culpables puedan

escapar a que un inocente pueda ser castigado.

BERTRAND RUSSELL


UN GUARDIÁN HA VENIDO por Braulio. Braulio corre hacia el lavabo y empieza a peinarse. Resulta un poco grotesco que piense en peinarse cuando lleva una barba de varios días, las inevitables alpargatas, los pantalones rotos, la camisa mugrienta. A pesar de ese marco, sobre su cuerpo robusto brilla una cara varonil, animada en este instante por la irreprimible alegría de presentir que dentro de muy poco sus narices van a dejar de respirar el aire nauseabundo de la celda. El aspecto descuidado de Braulio hace un contraste muy especial con la apariencia decorosa y atildada de Mister Alba. Éste lleva siempre corbata y nunca se despoja del saco. Dice que puede vivir sin pantalones, pero no sin saco. Tampoco se despoja nunca del sombrero, del que sólo prescinde a la hora de dormir. —Yo soy un gentleman—dijo un día—. Un gentleman debe estar siempre bien vestido, aun en su propia casa. —¿Quién le ha dicho que ésta es su casa?—le preguntó David. —¿Y quién le ha dicho que no lo es? —Perdón. Yo creía que ésta era una cárcel. —Es una cárcel, pero es mi casa desde el momento en que ella me cobija y desde el momento en que estoy vivo. —Bueno. De todos modos, yo no sabía que en la casa los gentlemen llevan el sombrero puesto. —Los gentlemen llevan el sombrero donde se les da la gana. Para eso son gentlemen. En la solapa del saco, Mister Alba lleva siempre una medalla. Dice que se la dio el gobierno de Colombia, por servicios distinguidos, en la guerra con el Perú. Asegura también que en esa guerra, en el Amazonas, perdió el ojo que le falta. Cuando habla del ojo perdido lo hace con un acento en el que se mezclan el resentimiento del mutilado y el orgullo del condecorado. He de decir otras cosas acerca de Braulio. De todos nosotros, él es el único que reza por la mañana, al levantarse. Lo hace de rodillas, con el Cristo de plata en la mano, mirando al techo, donde él mismo ha pintado unas estrellas plateadas. Cada vez que puede, Braulio pinta allí estrellas plateadas, para forjarse la ilusión, por la noche, de que es libre de mirar al cielo. Frente a Mister Alba, que duerme con pijama de seda, y frente a David y yo, que dormimos con pijamas de algodón, Braulio duerme en calzoncillos, lo cual no deja de chocarle a Mister Alba. Cuando todavía está peinándose, Mister Alba le dice: —No se arregle tanto el pelo. Las cabezas de los hombres que van a ahorcar se ven mejor despeinadas. Ese tipo de broma tétrica es muy común entre nosotros. Para borrar la mala impresión que esta broma le produce a Braulio, yo le ruego al guardián: —Necesito con urgencia lápices y papel. —¿Cuánto papel?—pregunta el guardián. —Todo el que pueda conseguirme. —Deme el dinero. —No tengo ahora. Pero si me trae lápices y papel lo pagaré todo al precio que me pida. —¿Va a pedirle clemencia al Presidente de la República? —pregunta el guardián. —¿Tiene clemencia disponible el Presidente de la República? —pregunta Mister Alba a su vez. 

—No hable mal del Presidente—pide David—. Si quiere desahogarse, hágalo con los Ministros. Para eso son los Ministros. —En serio. ¿Le está escribiendo al Presidente?—indaga de nuevo el guardián. Mister Alba interviene otra vez: —No, guardián. Está escribiendo la historia de la cárcel. —Si es así, le traeré lápices y papel —dice el guardián, complaciente. Esto basta para que yo olvide la mala voluntad que mostraba anteriormente el guardián cuando le pedía que le sacara punta al lápiz. —Tráigale lo que pide, por Dios—clama David desde un rincón—. Quiero salvar mi estilográfica. Cuando el guardián se lleva a Braulio todos permanecemos en silencio. En la penumbra, seis ojos se acechan con impaciencia. Cada vez que cualquiera de los cuatro sale, se abre para los tres que quedan una perspectiva de evasión excepcional. Si uno sale, es la oportunidad para que los otros tres puedan conversar libremente sobre él. Juntos los cuatro, formamos el insondable bloque del enigma. Ausente uno, se descorre el telón para conocerlo. Estos cuatro hombres pegados pero ausentes son cuatro desconocidos entre sí, a pesar de que siempre están juntos, de que comen en común, de que duermen unidos. Los cuatro cada día somos más extraños los unos para los otros. Somos cuatro secretos enjaulados. —¿Qué irá a decirle el juez? —Le pronunciará un discurso sobre el Código Penal y le ordenará que regrese aquí. La voz de David es dura al hablar así. —¿Quién inventaría el Código Penal?—dice Mister Alba. —Por algunos que conozco, supongo que son de inspiración romana —dice David—. Los romanos eran especialistas en códigos, y el mundo se ha especializado después en aplicar los códigos romanos. En esto de los códigos, el imperialismo romano no ha terminado. Lea nuestro Código Penal, Mister Alba. De traducción en traducción, de asimilación en asimilación, de copia en copia, nuestro Código Penal es un código para castigar romanos. Nuestro Código Penal parece fabricado para asustar a Nerón. —Yo no desperdicio mi tiempo —anuncia Mister Alba—. Tengo bastante vergüenza para dedicarme a leer el Código Penal. —Yo sí lo he leído —afirma David—. De cabo a rabo. Es un documento curioso. Se ocupa de todo menos de la justicia. Buscar justicia en el Código Penal es como buscar humanidad en una lista telefónica. En una conversación de este tipo, Mister Alba no puede dejar de participar con flamante autoridad didáctica. Dice: —La falla de la justicia consiste en que el Código Penal es una estadística de crímenes adulterada por la honradez de los hombres que no los han cometido. Es como si las vírgenes escribieran tratados de dignidad para aleccionar a las que no lo son. Los Códigos Penales debieran escribirlos los presos. Yo pienso en lo que David acababade decir cuando Mister Alba me pregunta: —Antón, ¿ha leído usted el Código Penal? Medito un poco antes de contestar. Por fin hablo: —Sí. Leer códigos es un buen ejercicio para la inteligencia. Un escritor leía el Código Civil para perfeccionar el estilo. Yo leo el Código Penal para dañarlo. David se muestra entusiasmado con mi respuesta. —Eso me hace pensar que lo que ha estado escribiendo es muy malo —dice Mister Alba. —¿Podría decirnos al fin qué es lo que se dedica a escribir? Yo miro a David antes de replicar. —Escribo un diario. —¿íntimo?—pregunta él. —Es un diario de los acontecimientos. —Para eso están los periódicos. —Los periódicos tienen la desventaja de que están escritos para la libertad. Los periódicos no se escriben en la cárcel. —¿Aparezco yo en el diario? Al hacer esta pregunta, hay algo de ansiedad en la voz de Mister Alba. —Sí, Mister Alba. Usted también es un acontecimiento—contesto. —Antón ¿cree usted que soltarán a Braulio?—me pregunta David. —Eso depende del juez—digo yo. —Del juez no—observa David—. Del Código. —Del Código no—corrige Mister Alba—. De la bigamia. David se relame los labios. —La bigamia. Ese delito es lo único que le envidio a Braulio. La bigamia. Delicioso delito la bigamia. David no ha dicho la última palabra cuando sentimos los pasos de Braulio y el guardián. Un momento después, aquél está con nosotros. —¿Qué le dijo el juez? —No pude verlo. Tuvo que salir a levantar un cadáver. Me dejó dicho que me llamará la semana entrante.


Jesús Zárate LA CÁRCELDonde viven las historias. Descúbrelo ahora