LUNES. NOVIEMBRE 23

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No hay nada que nos haga más insoportables que llamar

asesino a un asesino e inocente a un inocente.

FRANCOIS MAURIAC


SENTADOS EN LAS CAMAS los cuatro, mis rodillas casi se tocan con las de David. El proceso está a punto de iniciarse.

—¿Quién tiene la Santa Biblia? —pregunta el Honorable Gordo Tudela.

—¿Para qué quiere la Santa Biblia?—pregunta a su vez Mister Alba.

—Para tomar los juramentos. —Mister Alba

tiene la Biblia, pero no es Santa, porque no es católica —dice David.

—No importa—sentencia el juez—.

Con la última reforma de la Iglesia, los protestantes son ahora nuestros hermanos. Como no es para leer, sino para jurar, da lo mismo cualquier Biblia siempre que sea Biblia. Mister Alba se dirige al rincón donde tiene apilados sus libros, busca la Biblia y se la entrega al Gordo. Éste la ojea, y al darse cuenta de que se trata de una edición inglesa, muestra alguna vacilación. Pregunta:

—¿Es usted protestante, Mister Alba?

—No soy protestante, pero me intereso por las cosas de los protestantes, como me intereso por las creencias de todos los hombres. No soy homosexual, pero he leído el Corydon. Tampoco soy vaquero, y sin embargo conozco todos los libros de Zane Grey.

—¿Cómo puedo saber que es realmente la Biblia?—pregunta el Gordo.

—Puede estar seguro. Con esa misma juran en los tribunales de Londres.

El Gordo se decide. Con la Biblia en la mano se pone de pie, levanta el brazo y habla asi:

—Mister Alba, ¿jura usted cumplir honesta y fielmente con sus obligaciones de acusador, es decir, jura usted acusar, acusar, acusar, hasta que ya no quede de qué acusar?

—Juro —dice Mister Alba dejándose llevar por la corriente de la ficción, cruzando los dedos y llevándoselos a los labios después de tocar la Biblia.

Después de esa escena yo tengo la impresión otra vez de que estoy en un proceso legítimo.

El Gordo vuelve a sentarse y Mister Alba empieza a hablar. Yo siento sobre mis hombros el peso de la acusación que apenas se inicia. Mister Alba parece olvidarse de David y de mí y se dirige al Honorable Gordo Tudela, como si sólo hablara para él.

—Su Señoría me permitirá que prescinda de ciertos detalles que son usuales en casos como éste. He sido acusado muchas veces y sé, por lo tanto, cómo se procede en una acusación. Hoy, para mí, los hechos son muy simples. El último día del motín, en las oficinas de la cárcel, un hombre mató a otro. El muerto está en el cementerio. El asesino está en esta celda. Vamos a juzgarlo y, para ello, vamos a averiguar algo que hasta el momento no está claro. ¿Por qué mató Antón Castán? ¿Por qué mató? Nuestra decisión será fácil, nuestra justicia será justicia si logramos contestar a esta pregunta.

Sentado, yo me agito un poco. Por primera vez oigo que me llaman asesino. Eso da lugar a que Mister Alba repare en mí. Sin duda, me mira con ojos de reproche que no le conocí antes. Mister Alba se quita el sombrero y vuelve a ponérselo, con ese ademán que le es característico cuando habla en público.

—¿Podría el acusador dejar de hablar con el sombrero puesto?—indica el juez.

—Su Señoría tendrá que dispensarme—dice el acusador—. Si me quito el sombrero, sería tanto como si me quitara la cabeza. Soy de raza de conquistadores, es decir, soy de raza de hombres que piensan y obran con el sombrero puesto. Si me quito el sombrero, no podré hablar. Mister Alba carraspea y sigue adelante:

—En el empeño de aclarar por qué mató, le presentaré a Su Señoría el cuadro de la verdad. Digamos que Antón Castán mató por ser inocente. Cansado de ser inocente, por estar purgando en la cárcel un delito que no cometió, Antón se decidió a matar a Leloya. Quería apartar de su cuerpo el olor de la inocencia, que sólo se quita con manchas de sangre. ¿Es ésta la verdad? Sí, lo es. Para mí lo es, y por lo tanto, pido para Antón Castán la pena de prisión perpetua. Antón no ha debido matar. La libertad está hecha para que el hombre pierda la inocencia. Pero en la prisión, el hombre no tiene derecho a dejar de ser inocente. Se cala el monóculo, esta vez en el ojo sano. No hay duda de que está excitado. En seguida habla de nuevo:

—¿Mató Antón Castán porque lo corrompió la cárcel?

He aquí, otra vez, la verdad. ¿Qué hará Su Señoría con tanta verdad? No hay nada que oprima tanto como la verdad. ¡Qué bien nos sentaría en este momento un poco de mentira! Pues la verdad es, Señoría, que la cárcel corrompió a Antón Castán. Tres años conviviendo con asesinos y con ladrones producen su efecto. Antón no sólo era inocente. Era también puro. La cárcel ha puesto ya sus huevos podridos en ese nido inmaculado. Yo pido la absolución de Antón Castán. Y pido que castiguemos al único culpable. Pido que metamos a la cárcel en la cárcel. Como tengo enfrente a David, los dos no dejamos de mirarnos. Ahora no lo veo como David, sino como mi defensor. Una vez más, nuestros ojos hablan por nuestro silencio. Nuestros ojos comparten el secreto de los más hondos afectos humanos.  Mister Alba avanza ya en otro capítulo de su disertación.

—También puede sostenerse que Antón mató porque odiaba a Leloya. No vale la pena averiguar por qué lo odiaba. Lo esencial es que lo odiaba. El odio se le atascó en el cuerpo, la furia del odio le paralizó la sangre. No dormía para no perder el tiempo del sueño en dejar de odiarlo. Mató, pues, para dejar de odiarlo, para descansar del rencor. Yo juraría que mató para poder dormir. No sé cuál será en este caso la pena apropiada. Supongo que el Código Penal no indica lo que debe hacerse con el hombre que mata para poder dormir. Mister Alba se repone un momento de la debilidad de la voz, que lo ha llevado a toser varias veces. Pasada la crisis, sigue hablando con más bríos:

—Pero es indudable que Antón no mató a Leloya por ser Leloya, sino por ser director de la cárcel. Su mano ejecutó una acción cuajada en un clamor de siglos, su mano empuñó el reclamo de todos los oprimidos del mundo. Mató en Leloya la dictadura de la cárcel, el régimen milenario de la prisión, la opresión de las cadenas, el rezago técnico de la esclavitud. Hace medio siglo el maestro Vargas Vila definió el crimen de Antón Castán: "Sólo me siento culpable de un delito: del crimen de que César viva", dijo el maestro Vargas Vila. Pues bien. Antón, inocente, empezó a sentirse culpable del crimen de que César viviera, y para que César no viviera, mató en él a Leloya. Antón Castán es el asesino de toda tiranía. Su crimen es un crimen político. Yo pido para él la máxima pena de la política. Pido que lo condenemos a la libertad. Mister Alba se muestra fatigado. Hace una pausa y toma aliento. Claramente se advierte que está para terminar.

—Su Señoría ya tiene cuatro verdades para escoger . Pero los toreros dicen que la quinta verdad es la verdad. Aquí tiene Su Señoría la quinta verdad. No sonría Su Señoría si yo aseguro que Antón mató por un motivo puramente literario. Casi podría decir que mató en un gesto de coquetería retórica. David Fresno le metió en la cabeza que el diario que está escribiendo es un drama. Aquí no cabe la duda: Antón mató a Leloya para poder terminar con éxito el segundo acto del drama. Como los escritores de novelas que matan en teoría para exponer una tesis, o para darle a sus libros un aire de misterio, Antón mató en la realidad para imprimirle a su inocencia encarcelada un poco de patetismo. Con este muerto, su libro podrá venderse más. Pido para él una purga literaria. Pido para él la pena que imponía un tirano del Caribe a los escritores: los dejaba publicar el libro, pero después los obligaba a comerse el libro. Mirando hacia la puerta de la celda Mister Alba se dispone a seguir, pero la voz se le esfuma en la garganta. La acusación ha terminado. A través de la rejilla, que ahora está corrida en la parte exterior, dos ojos febriles escrutan la celda.

Hoy el guardián no necesita apuntarnos con el revólver para hacernos callar.

Jesús Zárate LA CÁRCELDonde viven las historias. Descúbrelo ahora