SÁBADO. OCTUBRE 24

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En el mercado, Leonardo compraba pájaros

enjaulados para devolverles la libertad.

EMIL LUDWIG


EN LA CÁRCEL el tiempo no se mide. En la cárcel el tiempo se siente, como se siente un dolor. Por eso necesito quedar libre del tiempo. Hoy mi reloj ha muerto. Lo rompí yo mismo. ¿Para qué quiero yo las horas aquí? Con el reloj, el tiempo ha muerto también para mí. Maté el reloj porque mi cautiverio estaba cansándose de esa pequeña máquina de fabricar minutos inútiles. Desintegrado el átomo, hacía falta que yo desintegrara el instante. Creo que lo he logrado rompiendo el reloj. Estoy escribiendo lo anterior cuando los pasos soberbios del guardián se acercan a la puerta. —Mister Alba—llama el guardián. —¿Qué quiere?—pregunta él. —El director desea verlo. Yo dejo de escribir, David deja de leer, todos miramos a Mister Alba. Hay un momento de ansiedad. Mister Alba contesta: —Hoy no tengo tiempo para vivir. —¿Qué quiere decir?—pregunta el guardián. —Quiero decir que hoy sólo tengo tiempo para leer. —¿Qué quiere decir?—repite el guardián. —Dígale al director que hoy no lo puedo recibir. —Si es así, me voy. Pero le va a costar caro eso de que no puede recibir al director de la cárcel. —Si lo prefiere, para que no me cueste caro, dígale entonces que salí, o que no me encontró—dice Mister Alba. Al quedarnos solos, yo le digo a Mister Alba: —¿Por qué dijo eso? —¿Qué? —Eso de que no puede recibir al director. —Es cierto. ¿Por qué lo dije? Tal vez lo dije porque hoy ya he vivido bastante. Esta mañana me corté las uñas de los pies. Creo que en cierto sentido, Mister Alba tiene razón. Hoy es uno de esos días en que nos sumergimos en la lectura como en un pozo ciego. Hay escritores que no hablan por sí mismos. En sus libros se expresa la voz de un país, se advierte la presencia de un pueblo. En los Estados Unidos los escritores representativos no son Hemingway ni Faulkner. El primero es demasiado universal. El meridiano de su genio se sale del marco norteamericano, participa en la guerra civil de España, llega hasta Cuba, vagabundea por París. "París es una fiesta que nos sigue." Por su parte, Faulkner es demasiado provinciano. Vive encerrado en un condado del Sur, donde hay plantadores o esclavos, coroneles o negros, nunca norteamericanos corrientes, es decir, nunca norteamericanos absolutos. El escritor de los norteamericanos completos es Sinclair Lewis. Babbitt es el resultado del examen de sangre más completo que se le haya hecho a los norteamericanos. Y Calle Mayor, siendo una calle de pueblo, es la urbanización literaria mejor acabada del colosalismo norteamericano. El mundo de Lewis es el mundo de los hombres ahitos, aspirantes a millonarios. Los cazadores de dólares de Lewis no saben qué comprar con la libertad. Lewis escribió también páginas terribles y hermosas sobre la justicia y la injusticia, tal como estos conceptos se aplican a la medida norteamericana. Sobre la densidad de la justicia Lewis sostiene que la ley penal de los Estados Unidos consiste en cerrar con llave la puerta del establo después que han robado el caballo. Sobre la forma arbitraria de la injusticia Lewis dice que en Norteamérica la prueba de la mentalidad de los policías exige que demuestren que tienen 190 libras de peso. La España de una época que va desde la decadencia que siguió a la pérdida de las colonias americanas hasta la presente resurrección nacional, no ha quedado expresada tan bien, en ninguna obra, como en los libros de Azorín. Azorín ama los símbolos de la inutilidad, de la insuficiencia, de la insignificancia. De la agricultura prefiere la lenteja. De la humanidad, el huérfano. Del arte, la miniatura. De la zoología, la pulga. Del hombre, el sin trabajo. De la culinaria, la migaja. De la nación, la aldea. "París es el pueblecito de Jeannette", dice Azorín. Azorín es el apóstol de la literatura de la resignación. Azorín ve la vida con criterio de mendigo. "La historia es una sucesión de monedas", dice Azorín. Para Azorín, el hombre libre es un criado. Los hombres de Azorín no están presos pero llevan dentro de sí un capellán que los amenaza con el infierno y un carcelero que les mide los pasos. El Don Juan de Azorín no tiene pasión, sino piedad. Las vírgenes de Azorín no son mujeres; son ángeles devorados por la anemia andaluza. Los viajeros de Azorín no saben para dónde van. Los personajes de Azorín suspiran y llevan luto. "Yo no sé por qué suspiran tanto estas viejas vestidas de negro", dice Azorín. Mister Alba me dijo un día: —Azorín no es un escritor para lectores. Azorín es un escritor para coleccionistas. Estoy leyendo, pues, a dos escritores absolutamente diferentes. Azorín y Lewis son algo más que dos pueblos. Son dos polos opuestos. Sin embargo, ambos están muy cerca de nosotros. Los dos representan las dos grandes influencias culturales que han conformado la personalidad de nuestra cárcel. El español de Azorín, que aguanta el hambre, y que hace de eso un mérito, y el norteamericano de Lewis que toma bicarbonato después de atracarse de perros calientes, y que hace de eso una hazaña, son personajes que yo veo a diario aquí. En la cárcel me tropiezo a cada paso con los españoles de Azorín (como Braulio), que rezan contando los centavos, y con los norteamericanos de Lewis (como Mister Alba), que no se lavan las manos para no espantar de los dedos el olor a tinta podrida de los dólares. Ambos escritores participan un poco, con aportes más o menos iguales, de la personalidad de nuestra adorada cárcel. España y los Estados Unidos son las dos puntas de la tenaza histórica que nos tiene presos, remachados. Las dos puntas anulan el esfuerzo conjunto, pues, entre ellas, la una inutiliza a la otra. Donde la influencia norteamericana nos sacude, la tradición española nos cohibe. Donde el idealismo español nos impulsa, el utilitarismo norteamericano nos aplasta. Donde la rebeldía española nos empuja a rebelarnos contra la ley colonial de la cárcel, las autoridades de estilo norteamericano nos inmovilizan con el cerco feroz de los perros policías. La tragedia de nuestra adorada cárcel consiste en no haber tenido la personalidad suficiente para sacudirse las inhibiciones de estos dos yugos paralelos. Entre esas dos fuerzas que nos oprimen abrazándonos, no hemos llegado a ser nosotros mismos. Después de tanto leer, esta noche no podré dormir. Para dormir, esta noche tendré que silbar a los muertos.


Jesús Zárate LA CÁRCELDonde viven las historias. Descúbrelo ahora