¿Cómo pedirle a una de estas personas que se haga
cargo de las culpas de todos?
CARLOS FUENTES
10 P. M. Los presos están durmiendo ya. De todos los rincones del patio surge el rumor ronco y desvalido del sueño de los campesinos. En los sitios señalados para la vigilancia nocturna, los voluntarios permanecen en vela.
Los miembros del comité directivo nos reunimos en la terraza. Alguien ha apilado un poco de carbón. Al poco rato una pequeña hoguera nos da luz y calor.
Los miembros del comité directivo seguimos siendo seis. Los cuatro de la celda, Óscar y Toscano. Pero esta noche se encuentra con nosotros uno más, un espontáneo, cuyo nombre no he tenido el cuidado de apuntar.
Toscano es el proveedor del grupo. Tiene el encargo de asegurar, no se sabe por qué medios, las provisiones de boca para el comité directivo. El comité directivo debe comer y beber bien, porque así lo exigen los intereses de los presos. Al llegar a la terraza, Toscano deposita en el suelo un saco en el que guarda cigarrillos, queso, salchichón, huevos duros, cajas de sardinas y botellas de aguardiente.
Como no tenemos vasos, porque Mister Alba ha ordenado que todos los vasos se rompan y los vidrios se conviertan en armas punzantes, Toscano empieza a romper los huevos. Con un palillo les saca la masa, que guarda en un papel. Luego empieza a servir aguardiente en las cáscaras de huevo.
Yo recibo una cáscara de aguardiente y paladeo el licor. El aguardiente sabe muy bien, es a la vez alimento y bebida. Tomado en cáscara de huevo, el aguardiente sabe a pollo y a zumo de caña de azúcar fermentado y destilado. Toscano pregunta a Mister Alba:
—¿Usted qué toma?
—Orines on the rocks—contesta Mister Alba.
—¿Qué dice?—pregunta Toscano.
—Dice que quiere orines con hielo—traduce David.
Toscano no se inmuta.
—Puedo servirle orines—dice—, pero el hielo se me ha agotado en el refrigerador.
Al Presidente del comité directivo no le hace gracia esta respuesta. Es una de esas ofensas que Mister Alba no perdona.
—¿No le gusta el aguardiente, Mister Alba?—pregunto.
—Un gentleman sólo toma el whisky de Escocia—dice él.
Toscano continúa sirviéndole a los demás. Con excepción de Mister Alba, todos comemos queso y pan.
Al tercer aguardiente Toscano extrae del saco inagotable una guitarra pequeña, y, rasguñando la guitarra, empieza a cantar. Primero canta una canción mexicana. Es muy adecuada, porque es una especie de himno de la cárcel, ya que habla de balazos, y de policía, y de la sala del crimen, y de una cama de piedra. Después canta una canción española.
La música es cálida y melancólica. Los versos insisten mucho en un camino verde que va a una ermita donde un hombre recuerda a una mujer.
Toscano toma del saco dos pedazos de madera llenos de hendiduras. Las muescas están bien ordenadas y caracterizadas y dan la impresión de que a los dos palos les están creciendo los dientes. Esto de los dientes no es una alusión forzada. Poco después, las encías de los palos han de empezar a hablar. No hablarán entonces, propiamente, porque su voz será una mezcla de silbo y de canto.
—Es una "guacharaca" —explica Toscano—. ¿Alguien sabe tocarla?
El Honorable Gordo Tudela dice que sabe tocarla. Toma los palos y empieza a frotarlos, con el ademán del hombre de la caverna dedicado a producir fuego. Al principio, aquello tiene una voz adolorida. Al principio todo se reduce a un lamento vegetal. Pero poco a poco el roce de los palos adquiere un ritmo, una sonoridad primitiva pero acariciadora.
El cuerpo de la música se inflama y sus ecos subyugan. Ocurre entonces algo maravilloso. La luz de la hoguera se ha apagado. El Honorable Gordo Tudela ha desaparecido. En la sombra sólo se ven los dos palos que sus manos frotan con furia diabólica. Lo que sale de sus manos es una música amasada con los orígenes del fuego. Antes de ser música, debió de ser un rito sagrado, una explosión de calor elemental. De súbito, junto con la música empiezan a brotar chispas de los palos.
En un momento, entre las manos invisibles, la música se convierte en fuego.
Al arder, el Honorable Gordo Tudela tira los palos y uno de ellos reanima por un momento los rescoldos de la hoguera. El éxito ha sido completo. Lo que nadie sabe es si el acto musical de la "guacharaca" termina siempre en llamas, o si el Gordo Tudela se ha entusiasmado tanto que no ha podido evitar el accidente natural.
Alguno de los presentes le pide al Presidente que cierre la velada con un discurso digno de las circunstancias. Mister Alba, que es un orador nato, no se hace repetir el ruego.
—Señoras y señores, no crean ustedes que voy a recitar versos. No soy tan bajo como para eso. Es cierto que entre el público puede haber algunos estúpidos (Mister Alba recalca estas palabras, mirando a Toscano), uno de esos estúpidos cuya mentalidad sólo está al alcance de un declamador. Pero no. Mi lema es el siguiente: primero morir que declamar. La cárcel sería otra cosa si aquí los hombres no declamaran tanto. La poesía merece mis homenajes. Ante ella me descubro. Pero ante el recitador no me descubro, porque el recitador es un traidor de la lírica, un ventrílocuo de la poesía.
Mister Alba se quita el sombrero, se lo pone y sigue hablando.
—Señoras y señores, les hablaré esta noche de un artista que conocí en México City, D. F. Dentro de la gran nación de México, México es una ciudad amurallada, y sus murallas se llaman D. F., lo cual quiere decir Distrito Federal. Pues bien: allí conocí a Cantinflas, el Charles Chaplin del subdesarrollo humorístico. Cantinflas es uno de los grandes americanos de todos los tiempos. Ninguna fama tan merecida porque, cosa rara en América, Cantinflas no la ha ganado matando u oprimiendo, sino haciendo reír. Cantinflas es el cómico que le ha devuelto la humanidad a este pobre hombre latinoamericano enfurecido por el complejo de Sansón. En este continente lleno de villanos, de patronos, de machos, de jefes, de amos, de héroes, de carceleros, Cantinflas, desnudo ante larisa, le ha insuflado un poquito de honor a la auténtica masculinidad.
Mister Alba hace un ademán con un pie. Algo se quiebra bajo el zapato, con un ruido de arroz molido. Mister Alba ha aplastado una cucaracha. Luego continúa:
—Señoras y señores, mi grande amigo Leónidas Paeces, un poeta marxista, más marxista que poeta, escribió, no obstante, una vez, un verso inolvidable. Decía así, y no crean que les voy a recitar: "¡Chaplin, Chaplin, hermano en los zapatos!" Pues bien. Parodiando a aquel que, como Charlot, nació con los zapatos rotos, yo puedo decir con el gran Paeces que Cantinflas es mi hermano en los calzones. No es que yo no lleve los pantalones en su sitio; eso no. Pero sí he aprendido la lección de humildad que con los suyos me ha dado Cantinflas. El hombre de la cárcel será otra cosa el día en que deje de sentirse valiente, dominador y déspota y empiece a ser lo que efectivamente es: un Cantinflas triste, que ni siquiera conserva la espontaneidad de llevar los pantalones escurridos.
Un disparo resuena muy cerca. Todos nos tiramos al suelo.
—Ha sido un tiro de fusil—explica el Gordo Tudela.
—¿Cómo lo sabe?—pregunta Óscar.
—Para los detectives siempre es familiar la voz de la muerte —dice David.
—Los detectives no pueden escuchar un tiro sin ponerse solemnes
—remata Mister Alba.
Toscano le pregunta a Mister Alba:
—¿Por qué dice usted señoras y señores?
—En la cárcel nunca se sabe quién es quién —dice Mister Alba—.
En un lugar donde hay tantos hombres que pertenecen al sexo débil es mejor no divagar. Es mejor no herir susceptibilidades. Se levanta y da muestras de querer retirarse, pero antes de marcharse deposita una moneda en la mano de Toscano.
—Es la propina, camarero—dice Mister Alba dándole la espalda.

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Jesús Zárate LA CÁRCEL
Mystery / ThrillerLa acción de la novela galardonada con el Premio Planeta 1972 transcurre íntegramente en una cárcel colombiana, en la que el protagonista, Antonio Castán, se encuentra acusado de un crimen que no ha cometido. Para ocupar su tiempo empieza a llevar u...