Soy un hombre, luego soy un cómplice.
C.G. JUNG
NOS ENCONTRAMOS EN EL PATIO , a la hora del sol. Al turno del descanso lo llamamos la hora del sol, aunque con mucha frecuencia a esa hora no haya sol en el patio. Precisamente hoy es uno de esos días. Altas nubes negras velan la luz, como si arriba, en el cielo, Dios quisiera esconderse de nosotros detrás de un biombo de amenazantes oscuridades.
David y yo estamos sentados en el pretil de piedra. Permanecemos aislados del resto de los reclusos. La mayor parte de los reclusos se dedican a contemplar el partido de fútbol que tiene lugar en el patio. Muy cerca de nosotros, un ciempiés ha caído sobre el lomo. Impotente, agita las patas hacia arriba, pisando inútilmente en el vacío. Las extremidades desvalidas no se cansan de patalear en el aire, sin que el tronco paralizado pueda enderezarse o avanzar en la tierra.
David me dice:
—Mire ese bicho. Tiene cien pies, pero no puede caminar. Mister Alba diría que es el retrato de la libertad.
En el partido de fútbol las cosas ocurren de otra manera. Los pies de los jugadores se mueven como pueden, corriendo de aquí para allá detrás de la pelota. Sin embargo, el hecho de que puedan moverse y correr no logra que los jugadores pierdan su condición de prisioneros. Por el contrario, cuanto más se agitan por el campo de fútbol más prisioneros parecen, forzados del frenesí que ellos mismos ahuyenta con el pie y que, sin embargo, persiguen sin desmayo con todo el cuerpo.
David no está hoy muy comunicativo que digamos. Yo le pregunto:
—¿Qué le pasa?
—Mi tío Apolinar ha muerto—dice.
—No lo sabía.
—En la celda no me gusta contar estas cosas. Murió la semana pasada.
—¿Era muy rico?
—Era rico. Y era un personaje curioso. Como tantos seres empeñados en falsificarse a sí mismos, en realidad mi tío Apolinar no era un hombre, sino un personaje. Era la corporización cristianizada de la avaricia. Eso fue lo que lo llevó a denunciarme cuando el asunto de los cheques. Que yo sepa, sólo tuvo un vestido en su vida. Pero lo llevaba siempre limpio y perfectamente planchado, aunque los pantalones los hacía planchar a lo ancho, o sea que los pliegues no le quedaban al frente de las piernas, sino a los costados. Eso le daba un aire de payaso.
—Me hubiera gustado conocerlo.
—Tenía la preocupación de que todo era mejor en el pasado, y hablando de la justicia antigua decía que, ante todo, había que humanizar el crimen. Para él, humanizar el crimen quería decir dejar el revólver y volver al puñal. Entre sus amigos tenía fama de ateo. Un día yo le pregunté si era cierto y me dijo: "Quisiera creer en Dios, pero Dios no me lo permite". Ahora, al morir, ha tenido la mejor humorada de su vida. En el testamento deshereda a sus sobrinos honrados y me deja a mí toda la fortuna. En el testamento dice más o menos: "Le dejo todos mis bienes al hijo de mi hermana María, David Fresno, mi sobrino, quien ahora se encuentra en la cárcel. No se los dejo por ser mi sobrino, ni por estar preso, sino porque David, siendo el único pariente que quiso robarme en vida, ya no está interesado en robarme después de muerto".
—Enhorabuena —digo yo—. Con esa herencia ya no tendrá preocupaciones al salir de la cárcel.
—Las preocupaciones ya empezaron. Los desheredados han demandado la nulidad del testamento, asegurando que mi tío estaba loco.
—Debía de estarlo a juzgar por lo que de él me ha dicho usted.
—Si lo estaba, demostraré que recobró la razón para hacer el testamento.
A pesar de todo, David no parece entusiasmarse mucho por la herencia de su tío.
Para no helarnos caminamos un poco por entre los presos que contemplan el partido de fútbol. El juez del partido es el Honorable Gordo Tudela. Como juez, el Gordo es exigente. Cada dos minutos hace sonar el pito, llamando al orden a los jugadores. Imponiendo el castigo correspondiente, este juez preso se da un aire superior, casi majestuoso. Hace muchos años, cuando yo era estudiante, ciertos hábitos nacionales se inspiraban en moldes de la más erudita antigüedad clásica. En nuestra escuela, por ejemplo, un equipo de fútbol se llamaba Esparta y el otro Atenas. Aquí, en la cárcel, no nos remontamos tan lejos. En nombres, por lo menos, estamos al día. Un equipo de los que juegan hoy se llama Chicago y el otro Stalingrado.
Estas denominaciones no corresponden a las inclinaciones políticas de la cárcel. Son más bien una imposición del ambiente y de la época. "Stalingrado" está formado por ladrones y estafadores, y "Chicago" por pistoleros y asesinos.
Más allá del patio donde juegan al fútbol tropezamos con Mister Alba. Nos ve pasar, pero no nos habla. Está dedicado a jugar a los dados. El juego de dados está prohibido en la cárcel, pero Mister Alba es un maestro en eso de no dejarse pescar violando el reglamento. Un día, un guardián lo descubrió, y al acercarse al grupo que jugaba, se llevó la gran sorpresa al verificar que los hombres accionaban como si jugaran, pero jugaban sin dados. El guardián comprendió que lo engañaban, se puso furioso y los esculcó uno a uno. Pero Mister Alba había hecho desaparecer los dados usando uno de sus trucos habituales. En presencia del sorprendido guardián los presos siguieron jugando sin dados aunque accionando con toda la mímica aparente del juego real.
Yo le digo a David:
—Mister Alba es un jugador empedernido.
—No me gusta esa palabra, Antón—responde David—. Empedernido es una palabra ridicula.
—Yo no sabía que había palabras ridiculas. Todas las palabras expresan algo, más o menos. Ése es su oficio. Por eso son palabras.
—Todas expresan algo, pero hay algunas que son ridiculas. Usarlas escribiendo es una falta grave. Pero usarlas en la conversación es un crimen.
—¿Podría darme un ejemplo de palabras ridiculas?
—Todas las palabras literarias tienen algo de ridículo. Oiga algunas. Empedernido, proceloso, atónito, pundonoroso, opulento, lontananza. En la cárcel no se puede decir lontananza. En la cárcel no hay más allá.
—Viéndolo bien, quizá tenga razón. De todos modos, a Mister Alba le gusta jugar. Cuando no juega a los dados hace como que está jugando a los dados. Y en sus días de salida juega a la lotería.
—Yo no puedo con la lotería. Comprar lotería me hace sentirme en un bando al que no pertenezco porque me considero cómplice de algo que no está claro. Una vez compré un billete y lo rompí antes del sorteo. No puedo soportar la perspectiva de llegar a ganarme el premio mayor. Desde entonces detesto la lotería. Esperar la lotería es como irse a la cama con el temor de encontrar una culebra entre las sábanas.
—Ha dicho usted soportar y detesto. Ahora comprendo su teoría. Soportar y detestar son dos palabras ridiculas. Son como palabras solteronas, como palabras que no han encontrado su destino.
—No volveré a usarlas.
—Al decir que no le gusta la lotería ¿quiere decir que no le gusta el dinero?—pregunto yo.
—El dinero me gusta, Antón. Por el dinero estoy en la cárcel. Pero el dinero me perturba. Tengo miedo de él. Lo conozco, porque lo he robado. Lo que no me gusta es vincular la ilusión humana a una cosa tan sucia como el dinero. Menos mal que aún hay gente que no cree en la lotería. En Usaquén, una señora se ganó los cinco millones del premio gordo del sorteo de Navidad. Un periodista le pidió sus impresiones. Ella se limitó a contestar: "No creo en la suerte". Eso se llama tener sentido del honor.
—Honor es otra palabra ridicula—observo yo.
David dice:
—El otro día, en una carta de Nancy vi escrita la palabra honor sin la letra inicial. Sin hache, el "onor" de Nancy no parecía honor, sino un pobre pecado mutilado. Ese día descubrí algo importante. Descubrí que para la civilización humana los hechos relacionados con el orgullo y la moral no dependen de la conciencia del hombre, sino de la ortografía correcta.

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Jesús Zárate LA CÁRCEL
Mystère / ThrillerLa acción de la novela galardonada con el Premio Planeta 1972 transcurre íntegramente en una cárcel colombiana, en la que el protagonista, Antonio Castán, se encuentra acusado de un crimen que no ha cometido. Para ocupar su tiempo empieza a llevar u...