LUNES, NOVIEMBRE 9

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   Esta ciudad no se siente bien: se siente como un

criminal que medita su próximo y mezquino crimen.

D.H. LAWRENCE


8 A.M PUNTUALMENTE  , los hombres empiezan a llenar los cafés. Desde la terraza puedo contar los cafés. Hasta donde llega mi vista son once,en la calle que empieza justamente frente al sitio de la cárcel donde yo me encuentro. A esta hora, como si cumplieran una cita fatal, los hombres empiezan a poblar los cafés y los cafés empiezan a llenarse con los ruidos de los hombres. Ruidos de conversaciones, de promesas, de halagos, de negocios, de intrigas, de reclamos.

Entre los cafés y la cárcel se encuentran aún los tanques del Ejército y los carros de patrulla de la policía. No los han retirado desde que empezó el motín. Camionetas de uno y otro cuerpo llegan de cuando en cuando. Descargan pelotones de hombres armados que reemplazan en los tanques y en los carros a los que en seguida, cansados, ocupan las camionetas y se van.

Desde la cárcel es curioso observar a los hombres de los cafés. A simple vista, se saca la deducción de que la libertad suele pasarse el día en los cafés. Fijándose detenidamente, los hombres parecen presos también, atados a las sillas donde se sientan y a las mesas frente a las cuales beben o comen o conversan. Aunque es muy temprano aún, es evidente que no falta quien tome aguardiente a esta hora. Los que lo hacen tan temprano beben el aguardiente en tazas de café, de modo que todo se cumple con arreglo a las más severas exigencias de la moralidad pública. Pero la mayoría de los clientes beben café, en pequeñas tazas que humean a lo lejos, en la bruma, como chimeneas de barcos de juguete.

Las horas pasan pronto en los cafés. Sin embargo, la fisonomía de los establecimientos no cambia con el paso de las horas. Tampoco se altera el ruido, que es siempre la misma sucesión de sonidos sincronizados en el volumen de la estridencia popular. Si no fuera porque indudablemente algunos hombres se levantan y se van, podría decirse que la humanidad incrustada en el café es una sola, porque siempre es la misma.

Desde los cafés, los hombres miran los tanques, miran los carros de asalto, miran la cárcel. Sin duda, aquel aparato deopresión les dice muy poco. Vuelven a mirar hacia la cárcel. Escriben algo en un papel. Se levantan, van al teléfono, regresan a su sitio. Siguen bebiendo café, en un esfuerzo por deparar a sus nervios el estimulante que no obtienen por el simple hecho de ejercitar el oficio de ser hombres libres.

Las mujeres no son admitidas en estos antros de varones ociosos. La falta de toda manifestación de ternura femenina le da a los cafés un carácter correctamente homosexual. Este aspecto les hace parecerse aún más a la cárcel. Además, eso hace aún más lóbregos estos establecimientos cuyo vientre tiene la temperatura húmeda y vaporosa de un tonel de cerveza caliente. Las mujeres pasan por la calle sin mirar los cafés. En el acto, un horizonte de cuellos ávidos, como cuellos de muñecos de ventrílocuo, se estira hacia la calle y empieza a husmear en el aire la efímera esencia del olor que pasa. Los cuellos de los muñecos alarmados vuelven a enroscarse en la caja del tórax, en espera de otro perfume traseúnte, haciéndole campo, entre pecho y espalda, a la próxima taza de café.

Desde la cárcel, los presos del café resultan bastante tristes. Viven de pequeños hartazgos de pereza y de ilusión. Murmuran y hablan de lo que no entienden, como de la guerra y la política. Subyugan y dominan a las mujeres que no tienen. Llenan de vida miserable la muerte que se les hincha en las rodillas. Cuando no están calumniando, chillan y se quejan de los impuestos del gobierno. Se hacen limpiar los zapatos incansablemente, hasta que les arden los pies. Embalsamadas en el olor del café, estas momias de la libertad dan una idea muy pobre de la libertad.

Jesús Zárate LA CÁRCELDonde viven las historias. Descúbrelo ahora