MARTES. OCTUBRE 20

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Odio a las víctimas, sobre todo porque me obligan

a matarlas.

GIOVANNI PAPINI


Es MUY TEMPRANO AÚN cuando Braulio comienza a asediar a Mister Alba. Sin decir nada, lo persigue con los ojos y lo escruta incansablemente. —Cuando usted me empieza a mirar así—dice Mister Alba—, es que quiere algo de mí. ¿Cuánto? —Exactamente. Necesito su ayuda—contesta Braulio. —¿Cuánto? —Cien pesos. —Es mucho. Puedo prestarle setenta. —Necesito los ciento. —Búsquelos en otra parte. Yo sólo puedo prestarle setenta. Y para eso necesito una garantía. —Ya lo sabía. —No faltaba más sino que no lo supiera. En la cárcel, el dinero no se cotiza a la par. Tiene un precio para el que arriesga y otro para el que se beneficia.

 Mister Alba retira del bolsillo su archivo personal, que es un paquete de papeles viejos, y del archivo saca siete billetes de diez pesos. —Es todo lo que tengo—explica—. ¿Cuál es su garantía? —No sé. Quizás un anillo—responde Braulio—. Quizás un anillo de matrimonio. —¿De cuál de sus matrimonios, podría explicarme? Braulio sonríe. Sin duda está pensando en sus dos mujeres. Mister Alba continúa: —En todo caso, ya lo sabe. Yo no recibo como prenda objetos de oro. El oro tiene la virtud de que me desmoraliza. Me inspira la idea de la fuga. Hace mucho que abandoné en mi vida el patrón oro. —Podría darle mis zapatos—implora Braulio. —Ni con el anillo dentro valen sus zapatos setenta pesos. —El Cristo entonces. Braulio saca del bolsillo el Cristo de plata. Evidentemente, tiene que hacer un esfuerzo muy grande para desprenderse de él. Mister Alba lo rechaza. Siempre ocurre lo mismo. Cuando se dispone a hacer un favor discute, regatea, impone toda clase de condiciones. Pero en el último momento acaba prescindiendo de ellas y haciendo los favores con una generosidad que, por lo menos para sus compañeros en la celda, nunca tiene límites. A Mister Alba le gusta la literatura que precede al préstamo, no el provecho posterior. —Está bien—concluye—. Si no tiene sino el Cristo, consérvelo. Ya me encargaré yo de obligarlo a que me pague. Tampoco eso es cierto. Mister Alba nunca cobra lo que presta. Braulio guarda el Cristo y los setenta pesos. La cara ansiosa que antes perseguía a Mister Alba está llena ahora de una serena felicidad. —¿Para qué es el dinero?—pregunto yo. —Para repartirlo entre sus dos esposas —dice David riendo estrepitosamente. También esta escena de la frustrada compraventa del Cristo trae a mi memoria otro Cristo, en otra cárcel. Junto al escritorio donde mi padre trabajaba, estaba colgado un Cristo de marfil. Era una hermosa pieza, sin mucho valor artístico, pero nutrida de una conmovedora alegoría espiritual. Me resulta muy difícil desalojar de mi mente el recuerdo del Cristo en aquella oficina. Hay un detalle en mi memoria que me impide olvidarlo. Debajo del Cristo había un arcón de roble, un mueble antiguo, al que nunca presté mucha atención. Un día en que mi padre no estaba presente, me picó de repente la curiosidad de abrir el arcón. Lo abrí, y estaba lleno de grillos, unos fierros oxidados, manchados aún con la sangre de los pies que los habían padecido. Ante mis ojos, la sangre de los grillos se elevó de pronto hasta la sangre de las sienes de Cristo, y aquellas dos sangres, la sangre impura de los hombres, la sangre apasionada de Cristo, se fundieron para mí en un solo chorro sangriento de dolor. Aquel fenómeno, a la vez que purificó mi admiración por Cristo, me dejó transido de espanto por los grillos.

 Debido a las obsesiones que siguieron a aquella alucinación, y no por el temor de padecer los grillos, sino por la infamia de tener que imponerlos, en mis juegos de niño yo nunca pude hacer el papel de policía. Más tarde me he negado a usar anillos en los dedos. Mis manos de hombre me gustan desnudas de esas argollas de sumisión que son la edad de oro de los grillos. Aun las alegorías religiosas de las medallas me dan miedo, un miedo sagrado, porque su ruido y su brillo me recuerdan las cadenas. Sobre la figura de Jesucristo en relación con la cárcel he meditado mucho aquí. Resulta curioso y aleccionador que el símbolo del cristianismo sea un símbolo de suplicio, es decir, un instrumento de prisión. Hasta el Monte de los Olivos, Jesús aparece como el apóstol egregio de la caridad universal. Se necesita que lo pongan preso, que le apliquen el injusto castigo, que lo sacrifiquen en la cruz, que lo conviertan en víctima, para que se consolide definitivamente su condición de redentor del género humano. Creo que es esta consustanciación de hombre y de cruz la que convierte a los presos en criaturas amadas del Señor. Creo que es éste el vínculo que aproxima la cruz a la cárcel. La idea de la cárcel no era de ningún modo ajena a las enseñanzas de Jesucristo. Él definió muy bien la cárcel cuando dijo que el día en que los hombres callen, gritarán las piedras. Los presos son hombres que callan. La cárcel son piedras que gritan. En la oficina de mi padre, Cristo se retorcía de dolor, en la encarnación de marfil, y no podía pensarse, bajo la presión del estremecimiento que su martirio suscitaba, que aquella ficción pudiera confundirse con la manifestación visible de la misericordia divina. Tardé mucho tiempo en descubrir por qué. La razón consistía en que Cristo no tenía escape, incrustado en el marfil, uncido a la cruz. La razón era que la cara atormentada de Cristo se convertía en mí en el rostro de la tortura humana. Un día acabé por ver todo claro. En Cristo, Dios estaba preso. El descubrimiento me aterró, pero a la vez me llenó de serena confianza en la verdad. Desde entonces Cristo representa para mí la figura de todos los hombres que están presos. Durante mucho tiempo me ha conmovido esta relación irreverente, pero purificadora. Todas estas asociaciones son las que me han llevado a pensar después en lo que Jesucristo significa. Jesucristo significa que el prisionero no está solo. En el orden espiritual, para mí Jesucristo significa que soy fuerte. Con él, somos dos. En la cárcel, sin embargo, sigo viéndolo agonizando, sigo viéndolo preso. Jesucristo está preso porque está conmigo.


Jesús Zárate LA CÁRCELDonde viven las historias. Descúbrelo ahora