MARTES. NOVIEMBRE 10

25 2 0
                                    


El Señor le dio a Caín la luna por cárcel.

JORGE LUIS BORGES


9 A.M. LELOYA ESTA A POCOS PASOS DE MI . Como si en una noche hubiera rejuvenecido varios años, hoy me parece mucho menos viejo que ayer. Los binóculos iluminan, pero envejecen a los hombres. No hay duda de que al venir aquí, Leloya está dando muestras de un valor increíble. Eso forma parte del aparato prepotente de su personalidad. De todos modos, Mister Alba acabó por imponerle la obli- gación de negociar en el terreno en que quería colocarlo.

Hace un momento, Leloya ha aparecido en la puerta principal de la prisión. Se presenta desarmado, vestido de paisano, como Mister Alba quería verlo. Por el patio donde lo rodean más de mil hombres que son sus enemigos potenciales o declarados, paso a paso, como guiado desde lejos, avanza hasta colocarse junto a mí.

Aunque estoy seguro de que no me conoce, me mira con desprecio. Es su modo de mirar a los demás. Entre él y yo funciona sin cesar la corriente de rencor más insensato y más funesto. Por mi parte, lo odio como si el odio se hubiera inventado para que yo pudiera odiarlo. Creo que tendré que matarlo, para no tener que seguir odiándolo de este modo.

—¿Dónde está Mister Alba?—me pregunta.

—Está esperándole. Venga conmigo.

—Un momento. ¿Dónde vamos a reunimos?

—En la oficina. Estarán a solas y podrán hablar sin interrupciones.

—No estaba previsto que hablaríamos encerrados.

—No creo que eso cambie los términos del arreglo. Será mejor para ambos.

—Está bien—dice Leloya—. Vamos.

Ya no tiene remedio. Marcho delante de él. En la escalera, en lugar de dirigirnos a la terraza, entramos en la oficina principal de la cárcel, que se encuentra, como ya se ha dicho, en la zona dominada por los presos. El piso está lleno de pedazos de papel, resto de los destrozos del primer día de rebelión, cuando los prisioneros destruyeron los archivos, quemando en la hoguera del patio todo lo que quedaba de él.

Mister Alba no saluda.

—Está bien, Leloya. Empecemos.

Mister Alba me hace una seña con la cabeza y yo salgo. Afuera, centenares, miles de ojos me interrogan con urgencia inexplicable. Yo no tengo todavía nada que decirles sobre la suerte que nos espera a todos.

10 a.m. Acabo de descubrir por fin quién es el hombre a quien le molestan las moscas. He identificado al hombre que anoche, en el café, junto a los jugadores, aguardaba la presencia de una mujer.

Estuve pensando en ello toda la noche, sin poder dilucidar el misterio. Llegué a obsesionarme con aquel desconocido a quien en el primer momento no pude reconocer, y quien, sin embargo, dejó en mi ánimo, después de perderse con su compañera en el Hotel Libertad, a prueba de moscas, una chispa de sospecha inconsciente. Cuando brotó del todo, la sospecha no me dejó dormir.

No sé cómo no pude advertirlo antes. Casi me siento tentado a corregir lo que dejé escrito sobre la escena callejera de la pareja mercenaria.

Hay una razón para que al principio no lo hubiera adivinado. De día, Ramírez usa gafas alemanas, sin aros. Gafas de sabio o de doctor. De noche se despoja de las gafas y del título. Convertido en hombre, se sienta a la puerta del café, al acecho del placer que pasa.

Por la noche, el hombre que me ha prometido la libertad es un buscón de busconas.

11 a.m. A esta hora he prometido interrumpir a Mister Alba. Al llegar a la puerta, Leloya y él están todavía sentados, como si fueran camaradas de toda la vida, sobre el único escritorio que medio se salvó del desastre del primer día. No me atrevo a hacerme presente. Los espero a la puerta, donde al fin y al cabo, Mister Alba me está viendo. De pronto Mister Alba me llama.

Jesús Zárate LA CÁRCELDonde viven las historias. Descúbrelo ahora