DOMINGO. OCTUBRE 25

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    Ni un minuto de libertad: en la cárcel hay que comer

defendiendo el bocado.

FEDOR DOSTOIEVSKI


NUESTRO ALMUERZO ha consistido en una taza de agua tibia mezclada con harina de maíz. Para despistar, en cada taza flotan tres habas y dos pedazos de hueso, en los que a duras penas subsiste el olor rancio del cordero. A este potaje, Mister Alba, que es un hombre fino, lo llama sopa. Braulio, que es un patriota, partidario del folklore, lo llama mazamorra. En uno de sus libros, el doctor Gregorio Marañón da a entender que la mazamorra vino a América en esas cárceles flotantes que se llamaban galeras. Vino en galeras, como casi todos nuestros antepasados, y vino de Europa, como casi todos nuestros platos auténticamente nacionales. "Con los restos del bizcocho—dice el doctor Marañón— se hacía una sopa tristísima, llamada mazamorra." Aquí lo único que hicimos fue entristecerla aún más, cambiando el bizcocho por el maíz. En otras palabras, mazamorra viene de mazmorra, que quiere decir cárcel. De donde se deduce que la mazamorra es sopa para presos. De postre hemos tenido una taza de aguamiel caliente, adornada también, pero no con huesos de cordero, sino con cáscaras de limón. David dice que le ponen limón a la aguamiel para que la digestión sea más lenta, para que la comida se retenga en el vientre, para que el hambre tarde más en regresar.

Después del almuerzo, David, Braulio y yo ocupamos nuestras respectivas camas. Vamos a descansar el descanso de haber estado descansando toda la mañana. Yo le digo a Mister Alba: —¿No va a dormir la siesta? —Nunca duermo la siesta cuando no tengo con quién dormir la siesta. Por lo visto, para Mister Alba la siesta es un acto sexual. Apenas nos acostamos, Mister Alba empieza a hablarnos de su vida en el Amazonas. Es un placer oír su voz cuajada de mentiras. Es un alivio poder huir de la celda a través de esa voz. David escucha con los ojos cerrados. Braulio, en el cielo raso, contempla sus estrellas. Yo miro a Mister Alba, cuya condecoración, en la penumbra de la celda, brilla también como otra estrella. —Después de la guerra con el Perú me establecí en Leticia. Es una región miserable y admirable. Trabajaba en compañía de un peruano, un tal Aguirre, hombre muy cruel, que había sido cauchero. En las historias del Amazonas siempre debe haber un hombre muy cruel que haya sido cauchero. Aguirre y yo trabajábamos para Mister Johnson, un gringo culto, un poco chiflado, empeñado en convivir con las poblaciones indígenas para demostrar su teoría de que los americanos primitivos eran japoneses. Por cierto, en una de esas revistas que le llevan a Antón leí hace tres días que la doctora Tulia de Dross estudia actualmente el impresionante parecido de la alfarería entre las figuras haniwas del Japón y las figuras quimbayas de Colombia. Como iba diciendo, operábamos principalmente entre Leticia y Tabatinga, es decir, en esa región formada por el trapecio amazónico colombiano y la punta más avanzada,por ese lado, del continente brasilero. Mister Alba calla un momento y luego prosigue con más bríos: —Allí conocimos y tratamos a los indios tolabos. Quítense ustedes el sombrero, señores, porque estamos llegando a la patria de los indios tolabos. Ceremonioso, como si fuera un actor, Mister Alba se quita el sombrero, con el ademán de quien saluda de lejos a los indios. —Forman ellos un pueblo peculiar. Al nacer les cortan las orejas a las criaturas, de modo que aquélla es una sociedad de hombres desorejados. Dicen que les cortan las orejas a los niños para que puedan ver. En idioma tolabo, "oreja" quiere decir "ojo", y viceversa. Estos indios saben dónde tienen los sentidos. Pero ésta no es la única alteración de conceptos de la cultura tolaba. Para ellos, la paz es la guerra, de modo que allí no existe el concepto pernicioso de heroísmo. Para ellos, la vida es la muerte, de modo que no conocen el sufrimiento. Para ellos no existe la idea de la libertad, tal como la entendemos entre nosotros. Entre los tolabos sólo los hombres buenos son condenados, y como todos son buenos, todos viven presos. Se pone el sombrero, tose ruidosamente y sigue hablando. —Según pude ver y oír, los tolabos oyen por los ojos y ven por las orejas mutiladas. Los tolabos parecen un pueblo loco, pintado por Dalí. Según Aguirre, el cauchero cruel, es una trasmutación verbal y sicológica, para designar las orejas y los ojos, lo que ha extendido la leyenda sudamericana del país de los ciegos, inmortalizada por Wells en uno de sus cuentos. En realidad, lo que ha dado origen a esta leyenda son los tolabos, y hay razón para ello, porque un hombre que ve por los oídos es un ciego. De todos modos, los tolabos forman un pueblo maravilloso, increíble, casi tan fantástico como un cuento de Wells. David se ha quedado dormido. Braulio ha dejado de mirar sus estrellas. Yo sigo sin cansarme las alocadas fantasías de Mister Alba. —Ahí donde usted los ve, si es que los ve, o si es que no quiere imitarlos, y mirarlos con las orejas, los tolabos son hombres muy avanzados. Misther Johnson, que era de Alabama, y que obraba como si estuviera todavía en la guerra de Secesión, decía que los tolabos parecían educados por los yanquis. En efecto, los tolabos le rinden culto al intestino. Nada de adorar al sol, nada de arrodillarse ante la luna. El intestino es para ellos la encarnación de la divinidad. Cuando un tolabo muere, los sumos sacerdotes, que son brujos y cirujanos, le hacen al difunto una especie de autopsia sacramental. Después de la autopsia, entierran el cuerpo. El intestino lo conservan, lo disecan, lo embalsaman y lo ponen en el altar. Sus templos son montes de tripas calcificadas, pirámides de momias intestinales. Esas podredumbres arquitectónicas y monumentales serían horribles cementerios de residuos innobles, si no fuera porque los tolabos, que miran el arte tradicional con las orejas, oyen los oficios religiosos con los ojos, de modo que nunca ven el uno ni escuchan los otros. Después de este galimatías amazónico y sociopaleontológico empiezo a quedarme dormido. Pero me doy cuenta de que no porque no haya quien lo escuche, Mister Alba deja de hablar sobre los indios tolabos.


Jesús Zárate LA CÁRCELDonde viven las historias. Descúbrelo ahora