No se puede ir al cielo si no existe la libertad de ir al
infierno.
SALVADOR DEMADARIAGA
BRAULIO CORAL ha empezado a estornudar. Estornuda una, diez, cincuenta veces. Lo hace con espasmos cómicos, limpiándose las narices cuando cada uno termina y templando la cara en espera del acceso que ha de venir. Mirándolo, David se echa a reír. —Se ve que se ha resfriado—dice. —Yo no lo creo—afirma Mister Alba. —¿Por qué? —Es demasiado. Debe de tratarse de una alergia. —Pero ¿por qué no puede ser un resfrío? —El resfrío supone golpe de viento, corriente de aire puro. No me dirá que Braulio está expuesto aquí a eso. —Según Mister Alba, los presos no tenemos derecho a resfriarnos —dice David. —No lo tenemos —asegura Mister Alba—. El resfrío es una enfermedad de hombres libres. En esta cueva húmeda y maloliente apenas podemos aspirar al reumatismo. El reumatismo es la enfermedad típica de los presos. Si no fuera por las cárceles, la medicina no se habría dado cuenta de que el reumatismo existe. —¿Padece usted de reumatismo, Mister Alba?—pregunto yo. —No. Soy uno de los pocos presos viejos que aquí no han conocido el reumatismo. Frente al reumatismo soy un preso excepcional. La vida vive empeñada en darme la oportunidad de ser de algún modo un ser extraordinario. Mister Alba cree que es un ser extraordinario porque en la cárcel no le ha dado reumatismo. Con el mismo criterio Sócrates llamaba alegría al acto de que le quitaran los grillos. Mister Alba divide el mundo en dos partes: lo que pertenece a la cárcel y lo que está fuera de ella. La misma conclusión que acaba de sacar de los estornudos de Braulio se la aplica a todos los conceptos de la vida, que para él son o no son parte de la cárcel. Mister Alba continúa: —Yo sólo he visto estornudar así, sin parar, como cien veces, a un muerto. Estaba en la misma celda conmigo. Murió de repente, y después de muerto, empezó a estornudar incansablemente. En su organismo debió de quedar vivo algún mecanismo de acción separada que, equivocado de muerte, siguió funcionando después, como la cuerda que continúa trabajando en el reloj que se hace añicos, o como la rueda loca que sigue girando en el automóvil que cae al abismo. Es curioso que al hombre no lo sorprenda lo terrible cotidiano, como la muerte, y en cambio lo trastorne una simpleza inesperada, como el estornudo de un muerto. A mí no me dio miedo el hombre que había muerto. Me dio miedo el hombre que después de muerto empezó a estornudar. A propósito del muerto que después de muerto estornudaba, en la cárcel que dirigía mi padre yo vi una vez algo que no puedo olvidar. Era un preso que, después de muerto, y cuando ya estaba sepultado, siguió preso. En la cárcel que dirigía mi padre, un recluso había muerto con los grillos puestos. Cuando la condena a llevar los grillos era muy larga, para comodidad oficial se prescindía de la cerradura, y un herrero soldaba los grillos, como para que sicológicamente el suplicio pesara aún más en el alma del cautivo. En el caso de aquel hombre había que hacer algo, porque el cadáver empezaba a descomponerse. Los presos no duran mucho muertos. Los mismos grillos empezaron a oler a metal podrido, a hierro difunto. Una mosca morada, que es el color de que se visten las moscas para oler a los muertos, brincaba golosa entre los grillos y los pies. Como el herrero, que era un borracho, había desaparecido, mi padre decidió enterrar al hombre con los grillos puestos. No había nada que hacer. Yo vi cuando lo sacaron. Iba en unas parihuelas, amarrado a los palos, como si aún temieran que pudiera fugarse, cubierto con una sábana que no le alcanzaba a cubrir los pies. Jamás vi un preso tan atrozmente preso como aquel muerto. Era como si estuviera dos veces condenado: preso entre los garfios de los grillos, prisionero entre las garras de la muerte. Cuando se llevaron el cadáver me ocurrió algo horrible. No sé por qué, estaba seguro de que con aquellos grillos el muerto no podría entrar en el cielo. En el cielo, pensaba yo, no puede haber hombres con grillos. El recluso estaba señalado, pues, para el infierno, y lo que más me atormentaba era el fuego del infierno poniendo los grillos al rojo vivo en los pies del condenado. La fría escrupulosidad burocrática de mi padre lo llevó a decir-. —Tengo que justificar la desaparición de los grillos, que deben figurar en el inventario de los bienes de la cárcel. —No se preocupe—contestó el secretario de mi padre—. Es muy fácil justificar la desaparición de los grillos. —¿Cómo? —Diremos que el muerto se los ha robado. Al fin y al cabo, se los ha llevado él. Mi padre lo autorizó para hacerlo. Y así, en el inventario de los bienes de la cárcel, en el que puede faltar un hombre pero no unos grillos, se registró la constancia acusadora postuma de que el muerto era un ladrón, porque se había llevado los grillos a la tumba. No podría decir cómo se llamaba el obsequioso secretario, de quien, sin embargo, puedo evocar claramente, casi podría decir audiblemente, el modo de hablar. Su lenguaje no era algo sólido como es el lenguaje de los hombres. Su voz era una voz mojada, y las palabras se le desleían en burbujas entre los labios. Su voz era algo líquido, como es el llanto de las mujeres. No puedo recordar su nombre. Era un subalterno completo y un carcelero ejemplar. No era su lengua de verdad, sino su saliva de adulación lo que hablaba en él.
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Jesús Zárate LA CÁRCEL
Mystery / ThrillerLa acción de la novela galardonada con el Premio Planeta 1972 transcurre íntegramente en una cárcel colombiana, en la que el protagonista, Antonio Castán, se encuentra acusado de un crimen que no ha cometido. Para ocupar su tiempo empieza a llevar u...