Llueve. No sé que hora es, pero ya hace rato que ha anochecido. Sigo aquí, sentada, bajo la lluvia, donde hace apenas unos días, cuando el sol aún brillaba y los pájaros cantaban bajo un cielo azul. Pero ahora las cosas han cambiado. Ahora, el sol se ha ocultado tras unos negros nubarrones, privándonos a todos de su hermoso brillo y ha acallado el melódico cantar de los pájaros; cubriéndolo todo de una melancólica y oscura monotonía. Estoy sentada en el columpio que cuelga de las fuertes ramas del cerezo del jardín delantero. Unas ramas fuertes e implacables. Lío un cigarrillo. Recuerdo aquella vez. Tú, jugando en el columpio, con la pequeña Valentine encima y el cachorrillo de Jethro saltando a vuestros pies. Mira hacia abajo. El pobre también se está mojando. Pobre Jethro, prefiere mimarme mientras le ignoro a refugiarse en su caseta. Mientras fumo, miro al horizonte. Una vaya blanca, meticulosa, perfecta. Veo la calle de enfrente. Una perfecta hilera de casas con vayas blancas. Casas idénticas, felices, silenciosas, imperturbables, ajenas al sufrimiento de sus vecinos. "Lo siento mucho", dicen; "La pobre", comentan; "Nunca supo protegerlo", susurran. No son más que vecinos cotillas e hipócritas. No saben como me siento. Perdida. Sola. Destrozada. Me acabo el cigarrillo y lo tiro al suelo. Lo miro. Tendré que llevármelo dentro para que Jethro no se lo coma. Alzo de nuevo la vista al horizonte. La dichosa vaya blanca. El típico sueño de todo americano. Pero no sirve para nada. No sirve para que nadie salga a la calle. No ha sirve para evitar que otros entren. No sirve para proteger. Ayer, miraba a la valla, y pensaba que, de un momento a otro, aparecería por la puertecita, recorriendo corriendo el sendero de grava hacía la casa, con esa sonrisa llena de júbilo e inocencia, esos ojos despiertos y risueños, grandes, y esa naricita chata. Todo enmarcado por un castaño cabello, ni muy largo ni muy corto, que se mueve al compás de unos divertidos pasos. Abrazaría a Val. Jugaría con Jethro. Se revolcaría en la yerba con Frank. Y me besaría. Me quedo inmóvil un instante. Ya no pienso eso. Ya no albergo esperanzas absurdas, vacías. Ahora sé la verdad. Ha muerto. No va a volver. Los policías me dicen siempre que no desespere, que aún no hay que dar nada por sentado. Pero sé que es así. Sé que no volverás. Lo sé. Lo siento. Es una sensación que solo una madre puede sentir. Pienso en como decirle a la pequeña Val que su idolatrado hermano mayor no volverá. Como explicarle que ya no está. Como contarle que nada va a volver a ser igual en esta familia, que hay una herida de la cual no nos vamos a recuperar, que hay un vacío. Noto que ya no me mojo, pero sigue lloviendo. Alzo la mirada. Veo un paraguas negro. El paraguas de Frank. Me levanto y lo abrazo. Me refugio en los brazos de mi marido. Me sumerjo en su gabardina negra. Dejo que sus fuertes brazos me rodeen. Aspiro su aroma. Su cuerpo desprende ese calor inconfundible. Ése que he echado de menos durante toda la semana. Noto como las lágrimas quieren salir. Esta vez, no lo impido. Lloro. Pensaba que ya no tenía más lágrimas, pero me equivocaba. Tengo. Y muchas. Noto como Frank me besa la cabeza y la frente, como me estrecha con firmeza. "Jack ha muerto, Frank. Lo sé", susurro. Él me estrecha con más fuerza. Me susurra unas palabras de aliento, de esperanzas banas, que ni siquiera él es capaz de creer. Porqué lo sabe. Sabe que tengo razón. Hace días que no como, y apenas duermo. Siento como las piernas me tiemblan. Me caigo. No, no me caigo. Frank me sujeta, dejando caer el paraguas. Nos abrazamos los dos, sentados, mojándonos bajo la lluvia. La lluvia, el menor de nuestros problemas. Noto como me coge en brazos y me lleva a la cama. Me tumba, me tapa, me besa en la frente y me desea felices sueños. No quiero dormir, pero no me quedan fuerzas tan siquiera para hablar. No creo que pueda dormir. Y aún menos creo que tenga felices sueños. Una lágrima indiscreta vuelve a resbalar por mi mejilla derecha. No puedo dormir. No ahora. Tengo que ser fuerte. Tengo que sacar adelante a una familia, un marido, un perro y una hija. Ahora tendría que estar de pie, esperando a la pequeña Val con una merienda espléndida. Tengo que ser fuerte. Contra todo pronóstico, los parpados me pesan cada vez más y más. Poco a poco, noto como la falta de sueño se hace más y más pronunciada. Lentamente y muy a mi pesar, me abandono a los brazos de Mofeo. Espero que éste me ayude a olvidar durante unas horas.
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Relatos de un pobre pianista
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