Gatos, personajes y magdalenas.

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De la tía Sally heredé dos cosas: 7 gatos y un libro de cocina. No me gustan los gatos.

Sentado en la mesa de la cocina, pensé una solución. Usé ambos obseqios. Busqué una receta en el libro de cocina, los horneé y me los comí.

En realidad no. Soy vegetariano. Vendí los pasteles.

A Katia no le pareció buena idea. Le gustaban los gatos. Y se enfadó. Y se fue. Y no volvió. Preguntadme si me importa. Mucho. Quizás demasiado. Quizás no debí hornearlos. Y no por Katia. Sino por mí. Ahora la casa está sola, y cada vez hay más pitufos rosas que salen de las rendijas de las paredes. Ya ni siquiera la pasta de dientes consigue retenerlos. Quizás si aún tuviese a los gatos, se los comerían. ¿Por qué no? Quizás saben a ratón.

Katia era lo único que me ataba a esta aburrida realidad. Y cuando utilicé mi herencia de la tía Sally, se esfumó. Se perdió. Y no volvió.

En realidad, la echo más de menos de lo que nunca nadie logrará imaginar. Era mi pequeña princesa. Perfecta. Con un simple codazo, lograba sacarme de esa confusión de mi mundo con el real y devolverme a éste último. A veces, hasta yo solo lograba hacerlo. Porqué me fascinaba ver su sonrisa. Pero cuando pasó lo de los gatos, desapareció. Sencillamente.

Quizás era lo mejor. Quizás si se hubiese quedado más tiempo le hubiese hecho daño. Quizás esté mejor solo. Quizás la siga amando. Quizás debí saltearlos en vez de hornearlos.

Me levanto del sofá. En el reposa brazos, sigue el duende pidiéndome que juegue con él al ajedrez. Le ignoro. Si no le he ido a jugar con el perrito-helicóptero que tanto le gustaba a Katia, ¿Qué le hace pensar que voy a jugar con él? Maldito duende egocéntrico.

Miro el sofá. Pasé tantos buenos momentos con ella allí…

Desde que se fue, la casa está muy diferente. Cada vez hay más visitantes extraños, y menos visitantes normales. Efectivamente, ya no entra nadie en casa. Mejor. Menos mundanos comunes y repetidos por mi territorio.

Decido recorrer todas las habitaciones donde pasó algo importante con ella. Recorro la casa entera. En todas las habitaciones hubo lo mismo: Risas, llantos, gritos, susurros, alegrías, penas, discusiones, charlas y sexo.

Llego a la que antes fue mi habitación. Irónico, ¿No? Cuando era pequeño deseaba una habitación enorme para mí solo. Con cama grande y televisión. Y, ahora que la tengo y no tengo que compartirla con ningún hermano mayor que ronque ni que le huelan los pies, deseo compartirla. Con Katia. Deseo volver a tenerla allí, entre mis brazos. Besarla y hacerla reír. Ironías de la vida.

Me tumbo en una cama para dos en la que ahora solo duerme uno. Aspiro el aroma de las sábanas. Huele a cafetería. A una mezcla de tabaco y café. Es decir, a ella. Y me encanta. Hundo la cara en la almohada. Huele a canela, como su colonia.

Me tumbo mirando al techo y, de reojo, veo nuestro libro en la mesita de noche. “Personajes”. Me lo pasé muy bien escribiéndolo con ella. Nos inventábamos personajes. Les dábamos vida y plasmábamos sobre el papel una pequeña parte de esta. Un capítulo que mereciese ser contado.

De repente, el libro me absorbe, y paso a ser todos los personajes de éste. Me quedo en el último personaje. Ahora, odio quien soy. Soy un empresario de pelo engominado y corbata roja que grita y da órdenes.

En realidad no. Pero sería muy divertido. Mucho más que vivir mi vida. Mucho más que vivir sin Katia. Mucho más que pasar hambre.

Me propongo solucionar eso último y bajo a la cocina. Cojo unas magdalenas y me siento. Me dispongo a pegarle un bocado a una. Y, de repente, sale corriendo. Se van. No corro tras ellas. ¿Para qué? Van muy rápido. Y, si no, el duende las atrapará y se las comerá, o jugarán al ajedrez juntos.

Esta vez, no vuelvo a la realidad. No vuelvo a mis magdalenas en el plato. ¿Para qué? Katia ya no está. Ya no vale la pena seguir en el mundo normal. Ya no tengo una sonrisa que disfrutar que me ate a este mundo. Y, por primera vez desde que empecé a ver un mundo diferente, me abandono plenamente a la locura. La echo demasiado de menos como para permanecer cuerdo un minuto más.

Sigo esperando un codazo de Katia para que me despierte. Pero ese codazo no llega. Me quedo esperando al codazo de Katia, o que las magdalenas vuelvan. Pero eso no pasa. Ni las magdalenas vuelven ni el codazo llega.

Poco a poco, con el paso de las horas, me doy cuenta de que Katia no está.  Y no va a volver. Y las magdalenas tampoco.

Pensándolo bien, Katia y las magdalenas tienen algo en común. Ambas me han dejado lo mismo: una extraña sensación en el cuerpo y, el corazón y el estómago con sensación de desalojo y abandono.

Relatos de un pobre pianistaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora