El amor del pianista

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Jamás olvidaré aquel día. La primera vez que te vi. Yo estaba en un bar, sentado bajo la sombra proyectada por una elegante sombrilla de la terraza. Tú estabas sentada en un banco unos metros más allá, con tus amigas.

Recuerdo que lo primero que me deslumbró, fue tu mirada. Esos ojos azules, fríos como el hielo, pero con una mirada cálida a la vez. Tenían un brillo especial, imperceptible en el resto de las chicas de tu alrededor. Era un brillo que inspiraba la melodía más alegre y jovial que un piano podría entonar.

Pero eso no era todo. Tu cara tenía una belleza angelical que estaba por encima de la modelo más hermosa del mundo. Puede que ese toque lo aportara tu rubia melena, recogida con una sencilla cinta rosa fucsia, a juego con el cinturón que ceñía ese elegante y jovial vestido rosa palo a tu cintura. No, había algo más. Tu sonrisa. Una sonrisa sincera, de felicidad sincera y honesta, inocente y traviesa, divertida y risueña.

Algo en tu cara me decía que eras diferente. ¿Qué llevabas que te hacía especial?, te preguntarás. Nada. Precisamente todo lo contrario. No ibas maquillada. Los colores que tan bien te sentaban eran naturales. Quizás un ligero toque de brillo de labios transparente. Un toque muy dulce a tu aspecto ya de por sí hermoso y perfecto.

En ese preciso instante, pensé en levantarme y presentarme. Pensé en decirte lo mucho que me gustabas, y en invitarte a una copa. Me planteé la posibilidad de dejarte mi americana si esa linda chaquetita a juego con el cinturón se te quedaba corta. No descarté la opción de pedirte el teléfono para llamarte otro día.

Y ahí empezó todo. Saludos y risas. Conversaciones largas, muy largas y absurdas. Una invitación al baile que nos uniría para siempre. Unas cuantas rondas en ese mismo bar, que corrían de mi cuenta. Más tarde, una relación estable. Y, con el paso del tiempo, una boda. Familia e hijos.

Pero te levantaste. Antes de que me decidiera siquiera a levantarme para saludar u ofrecerte una copa, te marchaste. Y yo me quedé allí. Como un tonto, sorbiendo mi cerveza. Mirando como el amor de mi vida se iba. “Aún estás a tiempo, Herman. Ve y saluda. Lánzate. Deja de ser el taciturno muchacho que siempre has sido.”. Pero algo, mucho más fuerte que esto último, me impidió acercarme. Ese algo, medía metro noventa, y resultó ser tu padre. Te subió en el coche, y pude oír cómo te despedías de tus amigas.

Esa noche, no pude dormir. Me quedé toda la noche recordando cada detalle tuyo, anhelando tu simple e imponente presencia. Fui un tonto. Vi como el tren del amor hacía parada en la estación y partía sin mí. Y lo peor, lo que aún me sigue reconcomiendo las entrañas, es que fue por mí. Por no atreverme a hablarte cuando el universo parecía gritarme que era el momento. Por ser el mayor de los idiotas, te perdí sin conocerte.

Por eso, te escribo esto. Si algún día lo lees, recuerda que siempre te he amado. Hasta el último segundo de mi triste existencia.

Relatos de un pobre pianistaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora