Era una mujer sumamente amable, y sumamente entrometida. Cada semana le llevaba a la oficina algún postre: tarta de queso, galletas caseras, costra de chocolate blanco con frutas secas, emparedados de crema de maní con mermelada... en fin, que por lo menos 5 de sus 87 kilos eran responsabilidad de esa señora. Y todo esto le molestaba tanto a su novia: la recibía con toda educación, pero una vez que se iba cerrando la puerta tras de sí, comenzaba a recriminarle el que le aceptara tantas atenciones. ¿Qué buscaba esa señora? ¡Si casi podría ser su madre! ¿Cuáles eran sus intenciones? ¡Y esa manera de hurgar en la intimidad de los demás! ¡Como si quisiera saber algún oscuro secreto! ¡Pero si no había nada que investigar! Claro, a menos que él le ocultara algo, pero ella no. Ella qué podría ocultar, si todos la conocían. ¡Qué fastidiosa mujer! La aventaría por las escaleras si pudiera. Le sacaría los ojos. Le arrancaría la piel de las... shhhh. Sus dedos en los labios de ella y un beso en la mejilla lograban tranquilizarla para olvidar el asunto. Después de todo, sólo era la anciana de la oficina de al lado que criticaba lo excéntrico de su enorme colección de abrigos, jerseys y accesorios de piel.
Piel...
Piel... Era la piel lo que le faltaba ahora a ese cuerpo. El cuerpo de esa anciana amable y metiche.
Estaba envuelta en bolsas de supermercado, pero, a pesar de la casi nula luz que había, era obvio que le faltaban trozos de piel: en el torso, la espalda y ambos muslos.
No sabía qué pasaba (o qué había pasado) o por qué. ¿Por qué él y la anciana estaban ahí? ¿Quién los había llevado? ¿Quién era el responsable de algo tan horrible? Escuchó un pequeño ruido, era un sollozo, alguien lloraba; y podía sentirse el sufrimiento al oír ese sollozo. Entre la oscuridad apenas podía distinguir nada. Puso un poco más de atención; se escuchaba tan cerca... Sólo un instante después comprendió que era él quien lloraba.
Fue entonces que puso atención en sí mismo: estaba atado de pies y manos con cinta adhesiva, tenía un golpe en la cabeza que sangraba, sus rodillas y puños estaban raspadas, la sangre ya estaba seca. Sus ojos ya estaban acostumbrándose a la oscuridad y los entrecerraba como para agudizar la vista, tratando de ver en dónde se encontraba. Aunque la oscuridad era casi total, logró distinguir una máquina de costura, algo parecido a un caldero, estantes con frascos y una serie de tubos colocados horizontalmente del piso hacia arriba; calculó que tendrían tal vez metro y medio, y parecía que se ocupaban con...
La puerta se abrió de golpe y él cerró sus ojos, la luz lo lastimaba. Los apretó tan fuerte que le dolieron los parpados. Sintió un ligero puntapié en las pantorrillas. Abrió poco a poco los ojos para distinguir a quién tenía enfrente; un escalofrío lo recorrió desde la pantorrilla hasta la nuca. Y se escuchó gemir de nuevo, sólo que esta vez con desesperación y terror. En vano trató de librar manos y tobillos para huir, sólo consiguió empujar su cuerpo hacia atrás con los talones desnudos hasta que su espalda chocó con la pared. Su llanto se ahogaba en el esparadrapo que tenía en la boca.
Y ahí estaba ella, tan tranquila. Su tono de voz era tan relajado y despreocupado, su apariencia era la de siempre, a excepción de que estaba cubierta de sangre y tenía un afilado cuchillo en la mano. Le hablaba como si tenerlos allí fuese de lo más normal, caminaba por el cuarto moviendo cosas y hablando al mismo tiempo de la anciana muerta junto a él, del retraso que llevaba en tiempo por culpa de ella, y sobre todo del desorden que había provocado, que si hubiera cooperado un poco más no estaría ahora tan apurada. En cambio, en vez de uno eran dos los colores que tenía que fijar antes de la presentación de... Lo miró. Sonrió y se puso el dedo en los labios como hacen los niños pequeños cuando tienen un travieso secreto.
Se acercó al desollado cuerpo de la anciana. Se inclinó para arrastrarlo hasta la puerta que estaba al fondo del pequeño cuarto. El rastro de sangre que dejaba al avanzar le provocó mareos y perdió el conocimiento.
Al despertar estaba en el piso sobre una manta de plástico. Quiso incorporarse y no pudo, su cuerpo no se movía. Lo único que podía mover eran los ojos y su cuello, éste último sólo un poco a la izquierda, pero era casi nada. Al verlo despertar, ella se le acercó y le sonrió. Le besó la frente. «Estarás conmigo para siempre». Al oír eso comprendió todo, incluso su irremediable muerte.
La primera vez que la vio tenía el cabello suelto, el aire lo había enmarañado, vestía pantalones negro untados, un polo rojo y un jersey negro de piel. Esa tarde hacía un viento espantoso, su cuerpo delgado y bien definido parecía que fuese a salir volando en cualquier momento. Sus grandes ojos verdes parecían los de una niña perdida en el centro comercial. Supo que quería estar con esa menudita mujer en cuanto ella le pidió ayuda para subir las escaleras de aquel edificio de oficinas. Apenas medía tal vez 1,55 metros y estaba segurisímo de que no pesaba más de 47 kilos. Pero era ágil y decidida; era lo que más le atraía de ella.
Siempre estaba bien vestida, siempre estaba al tanto de todo el mundo fashionista; los colores de temporada, las nuevas tendencias, los accesorios ideales para cada evento, después de todo ése era su trabajo. Estaba en el ranking de los mejores diseñadores y jamás estuvo involucrada en un escándalo. Su vida privada la mantenía así: privada. Era una mujer fabulosa.
Sólo tenía dos defectos que a él le molestaban bastante, y los cuales trató en vano de ignorar. Siempre criticaba la piel de todo aquel que conocía, si era grasosa o seca, si se le veían los poros o usaba en exceso maquillaje, nunca era condescendiente con nadie. Afortunadamente (pensaba en ese tiempo) él tenía una piel que a ella le agradaba. Su segundo defecto era su insensibilidad ante la muerte. Hacía tiempo que varios conocidos cercanos a ella habían desaparecido extrañamente. Al ver la noticia en la televisión o en los periódicos, decía que era sólo una pérdida de tiempo, finalmente en el mundo moría gente cada minuto, y nada cambiaba, ¿por qué sería diferente si eran conocidos o no? Daba igual, por eso utilizaba los nombres de cada uno de ellos en sus líneas de ropa.
Ahora todo estaba claro. Los desaparecidos eran todos del «grupo de piel hermosa», como ella los llamaba, incluidos la anciana de la oficina de junto y él. Aquella colección enorme de abrigos, bolsos, jerseys, zapatos y accesorios, todo en piel... La máquina de costura, el caldero para teñir y los tubos horizontales ahora con piel recién curtida, oreándose...
El leve movimiento de su cuello le permitió ver a un costado suyo un pizarrón con patrones de corte para un modelo nuevo de un pequeño jersey. Lo que ella le dijo hizo eco en su mente: «estarás siempre conmigo».
Aquel nuevo jersey llevaba su nombre...