El hombre se removía nervioso sobre su bote. En toda la mañana, apenas había "pescado" una zapatilla cubierta de barro, que había quedado enganchada a los anzuelos. El hombre maldijo en voz alta y arrojó la zapatilla al agua.
El calor había comenzado a apretar y tuvo que mover el bote hacia la ribera izquierda, para que los sauces lo reconfortaran con su sombra. Una hora después el anzuelo volvió a engancharse en el fondo. No podía creer en su mala suerte. Accionó el reel con cuidado, para que no se le cortara el hilo. Lo que salió a la superficie, chorreando lodo, lo dejó estupefacto: era la zapatilla. ¿Cómo podía ser? Quizás la correntada… Pero no, imposible.
Demasiadas coincidencias. Dio vuelta la suela podrida, para examinarla. Se le ocurrió que quizás no se trataba de la misma zapatilla, sino de otra. Quizás ésta sea el par, pensó algo divertido. Pero perdió la sonrisa cuando vio la marca en relieve bajo la suela: era Nike, la misma que él usaba.
Miró a su alrededor, pensando en alguna broma de sus camaradas, que eran muy dados a esta clase de chistes. Pero en aquella parte del río estaba solo. Una leve y calurosa brisa estremecía los árboles de la orilla. El río lamía el bote y le arrancaba unos ruidos como de succión.
Sintiendo un escalofrío, el hombre arrojó la zapatilla lo más lejos que pudo y luego se santiguó. El asunto no le gustaba para nada, tenía un mal presentimiento. Volvió a tirar los anzuelos, aunque ahora se cuidó muy bien de hacerlo en la dirección contraria donde había ido a parar la zapatilla. No pasaron muchos minutos hasta que el sedal volvió a hundirse.
El hombre giró el reel muy lentamente, esperando lo peor. Esta vez se trataba de un pantalón corto, corroído por las aguas: exactamente como el que tenía puesto. El mismo corte de la tela, el mismo color, aunque el pantalón que había sacado del río estaba desvaído y lleno de caracoles.
Devolvió el pantalón a las aguas y remó lo más lejos que pudo, sin parar, hasta que sintió que los brazos se le acalambraban. Recién entonces se detuvo. El silencio del río, roto por su respiración agitada, le causó una honda conmoción y el hombre decidió que dejaría de pescar, al menos por ese día. Comenzó a retirar las líneas de pesca, que en el apuro había dejado en el agua, y entonces reparó en que dos de ellas estaban enganchadas.
Levantó una, al azar. Era una remera, con un dibujo de una luna roja en la pechera, como la que llevaba ahora. “Ya saqué del río todas mis ropas”, pensó entonces. “Ahora sólo falta una cosa”. La otra línea parecía mucho más pesada.
-No- dijo el hombre, embargado por el terror. Comenzó a remar hacia la orilla. No pensaba sacar la última línea.
En cuanto llegara al otro lado la cortaría con la pinza. Pero en el camino el bote comenzó a zozobrar, presa de un agujero en el fondo, y el hombre tuvo que arrojarse al agua. De inmediato sintió que algo lo aferraba de un pie y lo hundía hacia las profundidades marrones.
Unas horas después, unos chicos que pasaban por el lugar encontraron el bote semihundido y lo atrajeron hacia la orilla. Había una línea de pesca enganchada al costado del bote, y uno de los chicos la levantó. Se encontraron con el hombre desnudo, ahogado, blanco; el anzuelo estaba clavado en su labio inferior y lo había desgarrado.