Jon

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El lobo blanco corría por un bosque negro, bajo un acantilado de piedra clara tan alto como el cielo. La luna lo acompañaba, colándose entre las ramas desnudas y enmarañadas, cruzando el cielo estrellado.

—Nieve —murmuró la luna. El lobo hizo oídos sordos. La nieve crujía bajo sus patas. El viento suspiraba entre los árboles.

A lo lejos, muy lejos, alcanzaba a oír la llamada de sus compañeros de manada, de hermano a hermano. También cazaban. Una lluvia torrencial azotaba a su hermano negro mientras despedazaba una cabra enorme, limpiando la sangre ahí donde el animal le había clavado su largo cuerno. En otro lugar, su hermana alzaba la cabeza para aullar a la luna, y cientos de pequeños primos grises interrumpieron la caza para cantar con ella. Las colinas eran más cálidas allí, y estaban repletas de comida. Muchas noches, su hermana y su manada se atiborraban de carne de oveja, vaca y caballo, las presas de los hombres, y a veces, incluso de la de los propios hombres.

—Nieve —volvió a advertir la luna, socarrona. El lobo blanco caminó por el sendero humano, bajo el precipicio helado. Sentía el sabor de la sangre en la lengua, y la canción de cientos de primos le resonaba en los oídos. Habían sido seis: cinco cachorros ciegos y gimoteantes en la nieve, que mamaban la leche fría de los pezones duros del cadáver de su madre, y él, que se alejaba arrastrándose, solo. Quedaban cuatro..., y había uno al que el lobo blanco ya no podía sentir.

—Nieve —insistió la luna.

El lobo blanco huyó de ella y corrió hacia la cueva de noche donde el sol ya se había escondido. El aliento se le congelaba en el aire. En las noches sin estrellas, el gran acantilado era negro como un tizón, una muralla de oscuridad sobre el vasto mundo. Pero cuando salía la luna, brillaba blanco y glacial como un arroyo helado. El pelaje del lobo era grueso y abundante, pero cuando el viento soplaba sobre el hielo, no había piel que pudiera alejar el frío. Al otro lado, el viento era aún más gélido; el lobo lo sabía. Allí era donde estaba su hermano, el hermano gris que olía a verano.

—Nieve. —Un carámbano cayó de una rama. El lobo blanco se volvió y enseñó los dientes—. ¡Nieve! —Se le erizó el pelaje, y el bosque desapareció a su alrededor—. ¡Nieve, nieve, nieve! —Oyó un batir de alas. Un cuervo atravesaba la penumbra.

Aterrizó en el pecho de Jon con un sonoro golpe.

— ¡Nieve! —le gritó a la cara.

—Ya te oigo—. La habitación era oscura, y su camastro, duro. Una luz grisácea se filtraba por las contraventanas, augurando otro día lóbrego y frío—. ¿Así despertabas a Mormont? Quítame esas plumas de la cara. —Jon sacó un brazo de las sábanas para espantar al cuervo. Era un ave grande, vieja, impertinente y desaliñada, que no tenía ni asomo de miedo.

—Nieve —chilló, volando hasta la cabecera de la cama—. Nieve, Nieve.

Jon agarró una almohada y se la tiró, pero el cuervo la esquivó de un salto. La almohada se estrelló contra la pared, esparciendo todo su relleno justo cuando Edd Tollett el Penas asomaba la cabeza por la puerta.

Danza de DragonesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora