Davos

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El relámpago hendió el cielo del norte y marcó la silueta de la torre de Lámpara de Noche contra el cielo azul blanquecino. El trueno llegó con seis latidos de retraso, como un tambor lejano.

Los guardias escoltaron a Davos Seaworth por el puente de basalto negro y bajo el rastrillo de hierro salpicado de herrumbre. Bajo ellos estaba el profundo foso de agua marina, atravesado por un puente levadizo que colgaba de dos cadenas inmensas. Las aguas verdosas estaban agitadas y las crestas de espuma batían contra los cimientos del castillo. Más allá había una segunda torre de entrada, aún más grande que la primera; las algas verdosas colgaban como flecos de sus piedras. Davos avanzó a trompicones por el lodazal del patio, con las muñecas atadas. La lluvia fría le aguijoneaba los ojos. Los guardias lo obligaron a subir los peldaños que llevaban al gigantesco edificio de piedra de Rompeolas.

En el interior, el capitán se quitó la capa y la colgó de un clavo para no dejar charcos en la raída alfombra myriense. Davos lo imitó, aunque le costó abrirse el broche con las manos atadas. Los modales que había aprendido en Rocadragón durante los años que prestó servicio allí no habían caído en saco roto.

El señor estaba a solas, en la penumbra de la sala, cenando guiso de la Hermana con pan y cerveza. A lo largo de los gruesos muros de piedra había veinte almenaras de hierro, pero solo había antorchas en cuatro de ellas, y ninguna estaba encendida. La escasa luz titubeante procedía de dos altos velones de sebo. A Davos le llegó el sonido de la lluvia que golpeaba las paredes y el tintineo rítmico de una gotera en el tejado.

—Hemos encontrado a este hombre en El Vientre de la Ballena —dijo el capitán—. Intentaba comprar pasaje para salir de la isla. Llevaba encima doce dragones, y también esto. —Puso en la mesa una ancha cinta de terciopelo negro ribeteada de oro en la que se veían tres sellos: un venado coronado de lacre dorado, un corazón llameante y una mano de plata.

Davos aguardó empapado, chorreando, con las muñecas doloridas donde la cuerda mojada le mordía la piel. Bastaría con una palabra de aquel señor para que lo colgaran de la puerta de la Horca de Villahermana, pero al menos había escapado de la lluvia, y lo que tenía bajo los pies era roca firme, no una cubierta que subía y bajaba. Estaba empapado, dolorido y demacrado; agotado por el sufrimiento y la traición, y sobre todo, harto de tormentas.

El señor se limpió la boca con el dorso de la mano y levantó la cinta para examinarla con más atención. En el exterior brilló un relámpago que hizo que las troneras refulgieran un instante con luz blanquiazul.

«Uno, dos, tres, cuatro —contó Davos antes de que llegara el trueno. Cuando el estruendo murió, oyó el sonido goteante y el rugido sordo en las entrañas del edificio, allí donde las olas chocaban contra los gigantescos arcos de piedra de Rompeolas y formaba remolinos en sus mazmorras. Era muy posible que acabara allí abajo, encadenado al suelo de piedra húmeda, condenado a morir cuando subiera la marea—. No —trató de convencerse—. Así podría morir un contrabandista, pero no la mano de un rey. Le resulto más valioso si me vende a su reina.»

El señor toqueteó la cinta y examinó los sellos con el ceño fruncido. Era un hombretón feo y gordo, con espaldas anchas de remero y cuello inexistente. Tenía el mentón y las mejillas cubiertas de una barba entrecana descuidada, blanca en algunas zonas. Por encima de la frente huidiza era completamente calvo, y tenía la nariz bulbosa enrojecida, los labios gruesos y tres dedos palmeados en la mano derecha. Davos había oído decir que algunos señores de las Tres Hermanas tenían membranas entre los dedos de pies y manos, pero siempre pensó que era otro cuento de marineros.

—Soltadlo —ordenó el señor al tiempo que se acomodaba en la silla—. Y quitadle esos guantes. Quiero verle las manos. —El capitán obedeció. Cuando levantó la mano mutilada del prisionero, brilló otro relámpago, y la luz proyectó la sombra de los dedos cortados de Davos Seaworth contra el rostro basto y brutal de Godric Borrell, señor de Hermana Dulce—. Cualquiera puede robar una cinta, pero esos dedos no mienten. Sois el Caballero de la Cebolla.

Danza de DragonesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora