Jon

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—Cuidado con las ratas, mi señor. —Edd el Penas guio a Jon escaleras abajo, con una linterna en la mano—. El chillido que sueltan cuando las pisan es asqueroso. Mi madre hacía un raido parecido cuando era niño. Ahora que lo pienso, seguro que tenía algo de rata. Pelo marrón, ojos pequeños y brillantes, debilidad por el queso... A lo mejor hasta tenía cola, nunca me dio por mirar.

Todo el subsuelo del Castillo Negro estaba conectado por un laberinto de túneles al que los hermanos denominaban gusaneras. Bajo tierra, todo era oscuridad, así que las gusaneras casi no se usaban durante el verano; pero en invierno, cuando el viento comenzaba a soplar y la nieve a caer, los túneles se convertían en el camino más rápido para moverse por el castillo, y los mayordomos ya estaban haciendo uso de ellos. A medida que iban recorriendo el túnel, acompañados por el eco de sus pisadas, Jon vio velas encendidas en varios nichos.

Bowen Marsh los esperaba en una intersección donde se cruzaban cuatro gusaneras. Con él estaba Wick Whittlestick, alto y delgado como una lanza.

—Este es el inventario de hace tres turnos —le dijo a Jon mientras le tendía un grueso fajo de papeles—, para compararlos con las reservas actuales. ¿Empezamos por los graneros?

Atravesaron la penumbra gris subterránea. Cada almacén tenía una puerta de roble macizo, cerrada con un candado de hierro del tamaño de un plato.

— ¿Ha habido robos? —preguntó Jon.

—Aún no —contestó Bowen Marsh—, pero cuando llegue el invierno, su señoría haría bien en apostar unos cuantos guardias aquí abajo.

Wick Whittlestick llevaba las llaves en un aro que le colgaba del cuello. A Jon le parecían todas iguales, pero Wick siempre encontraba la que correspondía a cada puerta. Al entrar se sacaba del zurrón un pedazo de yeso del tamaño de un puño y marcaba cada tonel, cada saco y cada barril para contarlos, mientras Marsh comparaba el recuento anterior con el nuevo.

En los graneros había avena, trigo, cebada y barriles llenos de harina gruesa. En los sótanos había ristras de cebollas y ajos colgados de las vigas del techo, y bolsas de zanahorias, chirivías y rábanos, y las estanterías estaban repletas de nabos blancos y amarillos. En un almacén había quesos tan grandes que para moverlos hacían falta dos hombres. En el siguiente, las pilas de toneles de ternera, tocino, cordero y bacalao en salazón se alzaban hasta quince palmos. De las vigas del techo, bajo el ahumadero, colgaban trescientos jamones y tres mil morcillas. En el armario de las especias encontraron pimienta en grano, clavo, canela, semillas de mostaza y cilantro, salvia, amaro, perejil y bloques de sal. Por todas partes había toneles de peras, manzanas, guisantes e higos secos, bolsas de nueces, castañas y almendras, planchas de salmón ahumado, jarras de porcelana selladas con cera y llenas de aceitunas en salmuera... Otro almacén estaba abarrotado de cazuelas selladas de liebre, paletilla de ciervo en miel, y coles, remolachas, cebollas, huevos y arenques, todo en escabeche.

A medida que se adentraban en los almacenes, hacía más frío en las gusaneras. No pasó mucho tiempo antes de que Jon viera a la luz de la linterna como se le congelaba el aliento.

—Estamos bajo el Muro.

—Pronto estaremos dentro —contestó Marsh—. El frío mantiene fresca la carne. Para conservarla mucho tiempo es mejor que la sal.

La siguiente puerta con que se toparon era de hierro oxidado y llevaba a un tramo de peldaños de madera. Edd el Penas fue guiándolos con la linterna. Al llegar arriba se encontraron en un túnel tan largo como el salón principal de Invernalia, aunque no más ancho que las gusaneras, con las paredes de hielo revestidas de ganchos de hierro. De cada gancho colgaba un animal: ciervos y alces desollados, costillares de buey, cerdos enormes que se balanceaban desde el techo, ovejas y cabras sin cabeza, y hasta caballos y osos. Todo estaba cubierto de escarcha.

Danza de DragonesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora