Hediondo

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Le dieron un caballo, un estandarte, un jubón de lana suave y una cálida capa de fiel, y lo dejaron en libertad. Por una vez, no apestaba.

—Vuelve con el castillo —le había dicho Damon Bailaparamí, mientras ayudaba al tembloroso Hediondo a montar en la silla—, o trata de huir y ya veremos hasta dónde llegas antes de que te atrapemos. A él le encantaría. —Sonrió antes de dar un fustazo en la grupa al viejo caballo para que se pusiera en marcha.

Hediondo no se atrevió a volver la vista por miedo a que Damon, Polla Amarilla, Gruñón y los demás fueran tras él, a que todo fuera otra broma de lord Ramsay, una prueba cruel para ver qué hacía si le daban un caballo y lo dejaban libre.

«¿Creen que voy a intentar escapar?»

El animal que le habían dado era un jamelgo medio famélico de patas torcidas. Sabía que a sus lomos le resultaría imposible dejar atrás a las excelentes monturas que llevarían lord Ramsay y sus cazadores. Y no había cosa en el mundo que Ramsay disfrutara más que lanzar a sus chicas a aullar tras el rastro de una presa.

Además, ¿adónde podía huir? A su espalda quedaban los campamentos, donde estaban los hombres de Fuerte Terror y también los que los Ryswell habían llevado de los Riachuelos, separados solo por las huestes de Fuerte Túmulo. Al sur de Foso Cailin, otro ejército se acercaba a través del cenagal, un ejército de hombres de los Bolton y los Frey que marchaba bajo los estandartes de Fuerte Terror. Al este del camino se extendía una playa desierta, junto al frío mar salado, y al oeste estaban los pantanos y ciénagas del Cuello, infestados de serpientes, lagartos león y demonios del pantano con sus flechas envenenadas.

No pensaba escapar. No podía.

«Le entregaré el castillo. Le entregaré el castillo. Tengo que entregarle el castillo.»

Era un día nublado, húmedo y gris. El viento que soplaba del sur era húmedo como un beso. Las ruinas de Foso Cailin se divisaban a lo lejos entre jirones de bruma matutina. Su caballo se encaminó hacia ellas al paso, chapoteando con los cascos en el lodo gris verdoso que cubría el suelo.

«Ya había pasado por este camino.» Era un pensamiento peligroso, y al momento se arrepintió.

—No —dijo—. No, fue otro hombre, fue antes de que te supiera cómo te


llamabas.

Se llamaba Hediondo; tenía que recordarlo.

«Hediondo, Hediondo, rima con lirondo.»

Cuando aquel otro hombre había recorrido aquel camino, lo seguía un gran ejército del norte que iba a la guerra bajo los estandartes grises y blancos de la casa Stark. En cambio, Hediondo cabalgaba a solas, con una bandera de paz atada a un asta de pino. El otro hombre cabalgó por allí a lomos de un corcel rápido y brioso; Hediondo iba en un caballo reventado, todo piel, huesos y costillas, y lo guiaba despacio por miedo a caerse. El otro hombre era buen jinete, mientras que Hediondo se sentía inseguro a caballo. ¡Había pasado tanto tiempo...! No tenía nada de jinete; ni siquiera de hombre. Era la criatura de lord Ramsay, menos que un perro, un gusano con forma humana.

Danza de DragonesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora