Bran

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«¿Cuánto falta?»

Bran no llegó a decirlo en voz alta, pero las palabras le alcanzaban una y otra vez la punta de la lengua mientras la desastrada compañía recorría dificultosamente antiguos bosques de robles y gigantescos centinelas verdigrises, y pasaba junto a lóbregos pinos soldado y castaños sin hojas.

«¿Cuánto faltará? —Se preguntaba el chico cuando Hodor trepaba por pendientes rocosas, o cuando descendía por hondonadas oscuras donde regueros de nieve sucia se rompían debajo de sus pies—. ¿Cuánto queda? —pensaba mientras el gran alce chapoteaba en un arroyo medio congelado—. ¿Cuánto falta? Qué frío hace. ¿Dónde está el cuervo de tres ojos?»

Iba balanceándose en la cesta de mimbre que Hodor llevaba a la espalda, y debía agachar la cabeza cada vez que el mozo de cuadra pasaba bajo una rama de roble. Estaba nevando otra vez, una nieve húmeda y pesada. Hodor tenía un ojo tan helado que no podía abrirlo. Su espesa barba marrón era una maraña de escarcha, y le colgaban carámbanos de las puntas del bigote. Con una mano enguantada agarraba aún la herrumbrosa espada que había cogido de la cripta de Invernalia, y en ocasiones la utilizaba para cortar alguna rama, provocando un pequeño alud.

—Hod-d-d-dor —decía, tiritando.

Era un sonido extrañamente reconfortante. En el viaje desde Invernalia hasta el Muro, Bran y sus compañeros habían matado el tiempo y las leguas charlando y contándose historias, pero allí era diferente. Hasta Hodor lo percibía. Sus hodor eran menos frecuentes que al sur del Muro. De aquel bosque emanaba una quietud que Bran desconocía. Antes de la nieve, el viento del norte formaba remolinos a su alrededor y levantaba nubes de hojas marchitas con un crujido suave que le recordaba el ruido de las cucarachas correteando por una alacena, pero después, una sábana blanca había enterrado las hojas. A veces los sobrevolaba un cuervo que batía el aire frío con enormes alas negras. Por lo demás, reinaba el silencio.

Un poco más adelante, el alce avanzó entre los ventisqueros con la cabeza gacha y las astas cubiertas de hielo. El explorador iba a horcajadas sobre su ancho lomo, silencioso y taciturno. El joven gordo, Sam, le había puesto de nombre Manosfrías porque, aunque su rostro era blancuzco, tenía las manos negras y duras como el hierro, e igual de frías. Llevaba el resto del cuerpo envuelto en varias capas de lana, cuero endurecido y cota de malla, y le ocultaban los rasgos la capucha de la capa y una bufanda de lana negra que le cubría la mitad de la cara.

Tras él iba Meera Reed, que abrazaba a su hermano para protegerlo del frío y el viento. A Jojen le colgaba de la nariz un moco congelado, y tiritaba de manera incontrolable.

«¡Parece tan pequeño...! —pensó Bran al verlo tambalearse—. Casi más pequeño que yo, y más débil. Y yo soy el tullido.»

Verano cerraba la marcha del pequeño grupo. El aliento del huargo se condensaba en el aire del bosque. Aún cojeaba de la pata trasera, donde lo había alcanzado una flecha en Corona de la Reina. Bran sentía el dolor de la vieja herida cada vez que se introducía en la piel del lobo. Últimamente pasaba más tiempo en el cuerpo de Verano que en el propio. Sentía el frío a pesar del grueso pelaje, pero también podía ver a más distancia, oír mejor y captar más olores que el chico que iba en la cesta arropado como un bebé.

Otras veces, cuando se cansaba de ser lobo, Bran se metía en la piel de Hodor. El tierno gigante se quejaba cuando lo sentía, y agitaba la greñuda cabeza, pero no con tanta fuerza como aquella primera vez en Corona de la Reina.

«Sabe que soy yo —se decía como si tratara de convencerse—, y ya está acostumbrado. —De todas maneras, nunca se sentía cómodo del todo en la piel de Hodor. El mozo de cuadras no entendía qué pasaba, y Bran podía percibir el regusto del miedo. Se sentía mejor dentro de Verano—. Yo soy él, y él es yo. Siente lo que yo siento.»

Danza de DragonesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora