Davos

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—Su señoría os recibirá ahora, contrabandista.

El caballero llevaba una armadura de plata con las grebas y los guanteletes nielados, con unas volutas que recordaban matas ondulantes de algas. El yelmo que llevaba bajo el brazo tenía forma de cabeza de pescadilla, con una corona de madreperla y una barbita de azabache y jade. La barba entrecana del caballero tenía el color gris del mar en invierno.

— ¿Vuestro nombre? —preguntó Davos al tiempo que se levantaba.

—Ser Marión Manderly. —Le sacaba una cabeza y un par de arrobas a Davos, y tenía los ojos gris pizarra y la voz altiva—. Tengo el honor de ser primo de lord Wyman, así como comandante de su guarnición. Seguidme.

Davos había llegado a Puerto Blanco como emisario, pero lo habían hecho prisionero. Sus estancias eran espaciosas, bien ventiladas y bien amuebladas, pero la puerta estaba custodiada por guardias. Por la ventana divisaba las calles de Puerto Blanco, al otro lado de la muralla del castillo, pero no le estaba permitido recorrerlas. También se veía el puerto, de manera que presenció la partida de la Alegre Comadrona. Casso Mogat había esperado cuatro días en vez de tres antes de zarpar, y desde entonces habían transcurrido dos semanas.

Los guardias personales de lord Manderly vestían una capa de lana azul verdoso y llevaban tridentes de plata en lugar de lanzas. Uno caminaba delante de él y otro detrás, y dos más lo flanqueaban. Pasaron junto a los estandartes descoloridos, las espadas oxidadas y los escudos rotos de cien victorias pasadas, y también junto a una veintena de figuras de madera agrietada y carcomida que sin duda habían adornado las proas de otros tantos barcos.

Dos tritones de mármol, primos pequeños de Pata de Pez, adornaban la sala de justicia de su señoría. Los guardias abrieron las puertas, y un heraldo golpeó el viejo suelo de madera con la vara.

—Ser Davos de la casa Seaworth —anunció con voz tonante.

Davos había visitado Puerto Blanco muchas veces, pero nunca había llegado a poner un pie en el Castillo Nuevo, y menos aún en la sala de justicia del Tritón. Las paredes, el suelo y el techo estaban formados con tablones ensamblados con gran habilidad y decorados con todo tipo de criaturas marinas. Davos caminó hacia el estrado por encima de cangrejos, almejas y estrellas de mar, todos semiocultos entre matas de algas negras y huesos de marineros ahogados. A los lados acechaban tiburones blancos desde las paredes pintadas del azul verdoso de las profundidades, mientras anguilas y pulpos se escurrían entre rocas y barcos hundidos. Entre las altas ventanas apuntadas se veían bancos de arenques y grandes bacalaos, y más arriba, cerca de las viejas redes de pesca que colgaban de las vigas, se veía la superficie del mar. A la derecha, una galera de combate se dirigía hacia el sol naciente, y a la izquierda, una vieja coca con las velas hechas jirones huía de la tormenta. Tras el estrado, entre las olas pintadas, había un kraken y un leviatán gris enzarzados en una pelea.

Davos había albergado la esperanza de hablar a solas con Wyman Manderly, pero se encontró con la sala abarrotada. Las mujeres eran cinco veces más numerosas que los hombres, y los pocos varones presentes tenían la barba canosa o eran demasiado jóvenes para afeitarse. También había septones y hermanas sagradas, con sus túnicas blancas y grises. Más al fondo había una docena de hombres que vestían el azul y el gris plateado de la casa Frey. Sus rostros tenían un aire familiar que hasta un ciego habría visto, y muchos de ellos llevaban la enseña de Los Gemelos, dos torreones unidos por un puente. Davos había aprendido a leer el rostro de los hombres mucho antes de que el maestre Pylos le enseñara a leer palabras sobre el papel.

Danza de DragonesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora