Jon

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La vela había dejado de arder, ahogada en un charco de cera, pero la luz de la mañana ya brillaba entre los postigos. Jon había vuelto a quedarse dormido mientras trabajaba. La mesa estaba llena de pilas enormes de libros que él mismo había llevado allí, después de pasarse la mitad de la noche rebuscando en sótanos polvorientos a la luz del farol. Sam tenía razón: era imperativo hacer una lista de todos aquellos libros, clasificarlos y ordenarlos, pero no era un trabajo que pudiesen realizar los mayordomos iletrados. Habría que esperar a que volviese Sam.

«Si es que vuelve. —Jon temía por Sam y el maestre Aemon. Cotter Pyke había escrito desde Guardiaoriente para informar de que la Cuervo de Tormenta había presenciado el naufragio de una galera en la costa de Skagos. La tripulación de la Cuervo de Tormenta no había alcanzado a distinguir si el barco destruido era la

Pájaro Negro, un navío mercenario de Stannis Baratheon, o un mercante de paso—. Quería salvar a Eli y al bebé. ¿Me habré equivocado y los he enviado a la tumba?»

A su lado, casi intacta, estaba la cena de la noche anterior, que se había endurecido al enfriarse. Edd el Penas había llenado la hogaza casi hasta el borde para que el infame estofado de tres carnes de Hobb Tresdedos reblandeciera el pan duro. Entre los hermanos circulaba la broma de que las tres carnes eran camero, camero y camero, pero en realidad habría sido más acertado decir que eran zanahoria, cebolla y nabo. Los restos del estofado estaban cubiertos por una capa de grasa fría y brillante.

Tras la marcha de Stannis, Bowen Marsh había insistido en que se trasladase a las antiguas habitaciones del Viejo Oso, en la Torre del Rey, pero Jon se había negado. Si ocupaba aquellas estancias, daría a entender que no esperaba que regresara.

Desde que Stannis pusiera rumbo al sur, una sensación de irrealidad se había apoderado del Castillo Negro, como si el pueblo libre y los hermanos negros contuvieran la respiración a la espera de lo que estaba por llegar. Los patios y el comedor estaban desiertos muchas veces; de la Torre del Lord Comandante solo quedaba el esqueleto; la sala común era poco más que una pila de vigas ennegrecidas, y la Torre de Hardin parecía a punto de desmoronarse con la menor ráfaga de viento. La única señal de vida que oía Jon era el débil tintineo de las espadas que llegaba del patio de la armería. Férreo Emmet le decía a voces a Petirrojo Saltarín que levantase el escudo.

«Todos deberíamos levantar el escudo.»

Jon se lavó, se vistió y se fue de la armería, no sin antes haber hecho una parada en el patio el tiempo justo para intercambiar unas palabras de ánimo con Petirrojo Saltarín y otros reclutas de Emmett. Como siempre, declinó la oferta de Ty de llevar escolta. Ya tenía suficientes hombres alrededor, y si corría la sangre, dos más no supondrían gran diferencia. Pero sí cogió a Garra, y Fantasma iba pisándole los talones.

Cuando llegó a los establos, Edd el Penas ya estaba esperando al lord comandante, con el palafrén aparejado. Los hombres preparaban los carros bajo la atenta mirada de Bowen Marsh. El lord mayordomo recorría la columna arriba y abajo, mientras hacía gestos y daba voces, con las mejillas rojas por el frío. Cuando vio a Jon, se le enrojecieron aún más.

—Lord comandante, ¿aún pretendéis hacer esta...?

— ¿... tontería? —remató Jon—. Por favor, dime que no ibas a decir tontería. Sí, voy a hacerlo. Ya lo hemos discutido. Guardiaoriente requiere más hombres. Torre Sombría requiere más hombres. Guardagrís y Marcahielo también, no me cabe duda, y aún nos quedan catorce castillos vacíos y muchísimas leguas de Muro sin vigilancia ni protección.

—El lord comandante Mormont... —Marsh se mordió los labios.

—... murió. Y no a manos de salvajes; fueron sus propios Hermanos Juramentados quienes lo mataron, hombres en los que confiaba. Ni tú ni yo sabemos qué habría hecho en mi lugar. —Jon dio la vuelta al caballo—. Basta de charla, nos vamos.

Danza de DragonesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora