Jon

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Al oír la orden, ser Alliser torció la boca en algo parecido a una sonrisa, pero sus ojos permanecieron fríos y duros como el pedernal.

—Así que el bastardo me envía a morir.

—Morir, morir, morir —graznó el cuervo de Mormont.

«No estás ayudando.» Jon apartó al cuervo de un manotazo.

—El bastardo os envía a explorar. A localizar a nuestros enemigos y a matarlos si es necesario. Sois hábil con la espada. Habéis sido maestro de armas, aquí y en Guardiaoriente.

—Sí. —Thome rozó la empuñadura de su espada larga—. He desaprovechado un tercio de mi vida intentando enseñar los rudimentos del manejo de la espada a patanes, cretinos y villanos. De poco me valdrá eso en el bosque.

—Os acompañará Dywen, y también otro explorador curtido.

—Os enseñaremos todo lo que necesitéis saber —cacareó Dywen—. Os diremos cómo limpiaros ese culo de alta cuna con hojas, como un buen explorador.

Kedge Ojoblanco le rio la broma, y Jack Bulwer el Negro escupió.

—Os gustaría que me negase —replicó ser Alliser—. Así podríais cortarme la cabeza, como hicisteis con Slynt. No os daré ese placer, bastardo. Es mejor que recéis para que sea la hoja de un salvaje la que acabe conmigo. Aquellos que caen a manos de los Otros no mueren... y nunca olvidan. Volveré, lord Nieve.

—Rezaré por eso. —Jon no contaría con ser Alliser Thome entre sus amigos, pero aun así, era un hermano, y nadie había dicho que los hermanos tuvieran que caer bien.

Nunca era fácil tomar la decisión de enviar exploradores a las tierras salvajes; sabía que había muchas posibilidades de que no volvieran.

«Son hombres curtidos. —Pero también lo eran su tío Benjen y sus exploradores, y el bosque Encantado se los había tragado sin dejar rastro. Cuando al fin volvieron al Muro dos de ellos, se habían convertido en espectros. Se preguntó, no por primera vez ni por última, qué habría sido de Benjen Stark—. Quizá los exploradores encuentren alguna pista», se dijo sin acabar de creérselo.

Dywen estaría al mando de una expedición, y las otras dos quedarían en manos de Jack Bulwer el Negro y Kedge Ojoblanco. Ellos, por lo menos, estaban deseosos de ponerse en marcha.

—Sienta bien volver a ir a caballo —dijo Dywen desde la puerta, mientras se chupaba los dientes de madera—. Lo siento, mi señor, pero es que nos estaban saliendo ampollas en el culo de tanto estar sentados.

En el Castillo Negro no había nadie que conociera el bosque tan bien como Dywen: los árboles, los ríos, las plantas comestibles, los senderos de depredadores y presas...

«Thome está en mejores manos de las que se merece.»

Jon observó la partida de los exploradores desde la cima del Muro: tres grupos de tres hombres cada uno, con un par de cuervos por grupo. Desde arriba, las monturas parecían hormigas, y Jon no distinguía a un hombre de otro. Pero los conocía. Llevaba sus nombres grabados en el corazón.

«Ocho buenos hombres —pensó—, y un... bueno, ya veremos.»

Cuando el último jinete desapareció entre los árboles, Jon Nieve montó en la jaula con Edd el Penas. Mientras bajaban con lentitud vieron caer unos cuantos copos de nieve dispersos, que bailaban mecidos por las rachas de viento. Uno de ellos acompañaba el descenso de la jaula, flotando al lado de los barrotes. Caía más deprisa que la jaula y de vez en cuando desaparecía bajo ellos, pero, entonces, una ráfaga de viento lo atrapaba y volvía a empujarlo hacia arriba. Si Jon hubiera sacado el brazo entre las barras, habría podido cogerlo.

Danza de DragonesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora