En las habitaciones de Melisandre no reinaba nunca la oscuridad. En el alféizar de la ventana ardían tres velas de sebo que mantenían a raya a los terrores que acechaban en la noche, y otras cuatro titilaban a toda hora junto a su cama, dos a cada lado. La primera lección que aprendían los que entraban a su servicio era que el fuego no debía apagarse nunca, jamás.
La sacerdotisa roja cerró los ojos, y volvió a abrirlos después de rezar para contemplar la chimenea.
«Una vez más.» Tenía que asegurarse; no sería la primera que caía víctima de visiones falsas, al ver lo que deseaba ver y no lo que le enviaba el Señor de Luz. Stannis, el rey que cargaba sobre sus hombros con el destino del mundo, Azor Ahai redivivo, corría un gran peligro en su marcha hacia el sur. R'hllor no dejaría de enviar a Melisandre un atisbo del destino que le esperaba.
«Muéstrame a Stannis, mi Señor —rezó—. Muéstrame a tu rey, al instrumento de tu voluntad.»
Ante sus ojos bailaron visiones rojas y doradas que se formaban, se fundían y se mezclaban. Eran extrañas, terroríficas, seductoras. Volvió a ver los rostros sin ojos que la miraban desde cuencas vacías que lloraban sangre; luego* las torres cercanas al mar que se derrumbaban azotadas por la marea negra que se alzaba de las profundidades. Sombras con forma de calavera, calaveras que se tomaban niebla, cuerpos entrelazados en abrazos lujuriosos que rodaban y se retorcían. A través de los cortinajes de fuego, grandes sombras aladas volaban por un implacable cielo azul.
«Tengo que encontrar a la muchacha. Tengo que encontrar a la muchacha del caballo moribundo. —Jon Nieve no tardaría en exigírselo. Querría saber más, querría el cuándo y el dónde, y ella no podía decírselo. Solo había visto a la muchacha una vez—. Era una chica gris como la ceniza, y se desmoronó y desapareció ante mis ojos. —Un rostro cobró forma en la chimenea—. ¿Stannis? —pensó durante un momento. Pero no, no eran sus rasgos—. Un rostro de madera, de palidez cadavérica. — ¿Aquel era el enemigo? Un millar de ojos rojos flotaba en las llamas crecientes—. Me ve.» A su lado, un niño con cara de lobo echó la cabeza atrás y aulló.
La sacerdotisa roja se estremeció. La sangre le corrió muslo abajo, negra y humeante. El fuego estaba dentro de ella; era una agonía, era un éxtasis que la invadía, que la abrasaba, que la transformaba. Visos de calor trazaban líneas sobre su piel, insistentes como las manos de un amante. Voces extrañas la llamaban desde el pasado. «Melony», oyó sollozar a una mujer. «Lote siete», anunció un hombre. Melisandre lloraba; sus lágrimas eran llamas, pero pese a todo, se zambulló en sus visiones.
Los copos de nieve caían en remolinos de un cielo negro, y las cenizas se alzaban para recibirlos; el gris y el blanco se abrazaban mientras las flechas llameantes describían arcos sobre la empalizada de madera y seres muertos deambulaban silenciosos por el frío, al pie de un inmenso acantilado gris con un centenar de cuevas en las que ardían hogueras. El viento empezó a soplar de repente y llegó una niebla blanca, de un frío inimaginable, que fue apagando las hogueras una tras otra. Solo quedaron calaveras.
«Muerte —pensó Melisandre—. Las calaveras significan muerte.»
Las llamas chisporrotearon, y Melisandre oyó en aquel sonido el nombre susurrado de Jon Nieve. Su rostro alargado flotó ante ella envuelto en lenguas rojas y anaranjadas; apareció y desapareció una y otra vez, como una sombra apenas entrevista tras una cortina agitada por el viento. Era un hombre; luego, un lobo; luego, un hombre otra vez. Pero las calaveras también estaban presentes, lo rodeaban. No era la primera vez que lo veía en peligro, y había intentado ponerlo sobre aviso. Enemigos alrededor, cuchillos en la oscuridad... Pero él no le prestaba atención.
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Danza de Dragones
Science FictionDaenerys Targaryen intenta mitigar el rastro de sangre y fuego que dejó en las Ciudades Libres e intenta erradicar la esclavitud de Meereen. Mientras, un enano parricida, un príncipe de incógnito, un capitán implacable y un enigmático caballero acud...