Nuevo amigo

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     Dejamos de lado las preocupaciones, imaginé que todo ese lugar era un sueño y por eso dejé que Eduard nos guíe. Eduard era un chico agradable, tenía algo extraño que hacía que confíe en él a pesar de todos mis temores; él no dejaba de sonreír y de mostrarnos con mucho entusiasmo cada lugar por donde pasábamos.

     Caminamos mucho tiempo, calculé que era algo de dos horas, y recién ahí empezamos a notar indicios de una civilización un poco primitiva. Todas sus casas eran rústicas construidas de madera o de grandes piedras, me hacían recordar mucho a la pequeña casa de Madamme Súniga. Eduard nos contó que los pueblos se formaron por sus ubicaciones, un gran conjunto de casas se encuentra rodeando algo de lo cual se sienten muy orgullosos –que hasta lo llevan de apellido–. Les daré un ejemplo del momento en el que conocimos al señor Jeb.

     Estábamos caminando por un estrecho camino buscando algo de beber, en ese momento Steve comenzó a dar indicios de enrojecimiento –era verdad su alergia a los gatos– cuando vimos a lo lejos un conjunto de casas y decidimos acercarnos para pedir ayuda. A medida que nos acercamos notamos que en el centro de todas esas casas se encontraba un árbol completamente azul el cual tenía pequeños orificios en todo el tronco, me pareció extraño ver un árbol azul.

—¿Ellos pintaron ese árbol? —pregunté incrédula de que ese sea el verdadero color.
—Aquí hay especies únicas —me respondió acercándose a mi—, aquí todo es posible y aquí nadie tiene el derecho de malograr la naturaleza, si lo hubieran pintado ya estarían todos encerrados en el calabozo.

     En ese pueblo encerraban a personas que dañan la naturaleza, eso quiere decir que... ¿Acaso Adalaisa estaba encerrada por pintar un árbol?

     Cuando llegamos a la casa más cercana encontramos a un hombre como de setenta años, le preguntamos si nos podía invitar algo de beber y el gustoso nos permitió pasar para descansar un momento. Nos dio a cada uno un vaso con agua a excepción de Steve quien recibió un vaso con líquido verde.

—¿Cuál es su nombre? —pregunté.
—Me llamo Jeb del Árbol Azul —respondió sonriendo sintiéndose muy feliz de que en su comunidad exista un árbol azul único en su especie— ¿y tú, dulce niña?
—Yo soy Dev... —quise decirlo a secas, pero me vi obligadas mencionar mi apellido por primera vez en mucho tiempo— del Río.
—¿Del Río? —pensó un momento— Hay muchos ríos aquí, ¿de qué río provienes?
—Yo... —intenté inventar un nombre, pero para que no se me olvide añadí mi segundo apellido— Soy Dev del Río Ailann.

     El hombrecito canoso de aproximadamente setenta años llevó sus manos por encima de su cabeza intentando pensar en dónde existe ese tal “río Ailann”. Pensé que sería descubierta pero su respuesta me asombró.

—¡Pero ese reino es muy lejano! —exclamó— ¿Cómo llegaste hasta aquí?

     Yo ya no sabía qué más decir, ¿Cómo es que aquel hombre había oído mi apellido?

—¿Conoce a más personas que también provienen de mi comunidad? —fue lo único que atiné a decir.
—¡Por supuesto! —exclamó— Hace muchos años vinieron más personas pero no venían del Río Ailann, sino de otros lugares que también se llamaban Ailann... En mis ochenta y cuatro mil años de vida he conocido a muchas personas Ailann pero... ¡Olvidemos esto! ¿Ustedes cómo se llaman?

     El hombre sabía muchas cosas, en ese momento no me importó haber oído que el hombre tenía ochenta y cuatro mil años, solo me importó saber cómo es que ese hombre había oído mi apellido.

—Yo soy Ed —respondió nuestro joven guía— Ed del Río Ailann.
—Yo soy Mí del Río Ailann —tuvo que tomar mi apellido como suyo.
—Yo soy Jo —dijo Joel riéndose de su nuevo y diminuto nombre.
—Y yo soy St —esas dos letras de su nombre sonaban como “Es”.

     El señor Jeb de ochenta y cuatro mil años se portó muy bien con nosotros aquella tarde, aparte de las bebidas nos invitó trozos de fruta picada. Conversamos muchas más cosas, nos habló sobre su comunidad y sobre el famoso decreto de la reina.

—Esto sucede cada cierto tiempo —mencionó él—, cada cien años pasa por el cielo una estrella brillante muy extraña y bonita... Nunca la he podido ver, nadie aquí la ha visto con excepción de la Reina Irina la Majestuosa... Dicen que si la ves mueres en el instante así como murió el antiguo Rey.
—¿Y por qué la Reina Irina no muere al ver esa estrella extraña? —preguntó Steve.
—Porque ella descubrió un poder para que no le lastime ver esa estrella —respondió el hombre sabio—, lástima que el Rey no haya podido descubrir ese poder antes de su desaparecimiento.

     Eduard me había dicho que las personas eran inmortales... No entendía cómo era eso de que puede morir alguien con tan solo ver una estrella pasar por el cielo. Quería llenarle de preguntas a ese agradable señor pero pensé que no era lo correcto, aparte, se suponía que nosotros conocíamos todas esas historias, se suponía que nosotros éramos de aquel país. Dejé sin aclarar mi duda y el sentimiento de no saber la respuesta me atacó durante mucho tiempo.

—¿Tiene familia? —preguntó Mía con curiosidad.
—¡Tengo muchos hermanos! —exclamó él— Y todos poblamos esta comunidad, ellos tienen esposa e hijos pero yo no porque no encuentro a la mujer indicada.
—Quizá no ha encontrado a la mujer indicada porque no la ha buscado —le dijo Mía. El hombre que ya se encontraba sentado en un banco de madera al frente de todos nosotros nos miró rápidamente uno por uno y negó con la cabeza.

—Quizá la mujer indicada para mi aún no llega, no sabe que existo pero todos los días al ver esas estrellas en el cielo puedo saber que ella está esperándome al igual que yo a ella —se oía tan sincero cuando dijo esas palabras, no me cabía en la cabeza que alguien de esa edad piense de una forma tan tranquila con respecto al amor.

     Nosotros estamos acostumbrados a pensar mucho en eso, nosotros pensamos en adelantar las cosas y no dejar de buscar a la persona indicada cuando en realidad lo que estamos logrando es hacer que esa persona indicada demore mucho más en llegar.

     Antes de partir, el agradable señor nos regaló algunas piedras de brillantes colores para comprar lo necesario, le dijimos que queríamos ir al castillo de la reina para pedirle algunos consejos y hablar unos minutos con ella, también nos indicó el camino a recorrer y nos despedimos prometiendo que nos veríamos de nuevo para contar las buenas noticias. Prometimos que volveríamos a su casa y al salir me sentí mal porque creí que no podría cumplir con esa promesa.

Entre las piedras [Borrador]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora