Era una suerte que Aris no creyera en supersticiones. No iba a dejar que una insignificancia como las tontas creencias de la tripulación de Nick la incomodase. Sin hacer caso de la sugerencia de Lucas de que se retirara de la cubierta, Aria se quedó donde estaba.
Cuando la tripulación se acostumbrara a su presencia, ni se fijaría en que se hallaba allí. Sin embargo, los hombres no podían dejar de mirarla y de murmurar. Las cuerdas se enredaron, las velas se escaparon de los enganches, los ánimos se calentaron y se intercambiaron palabras furiosas, que casi siempre acababan con uno u otro mirando hacia Aria.
Pasada una hora, estaba segura de que toda la tripulación la odiaba. Pero lo peor fue cuando Aria, cansada de estar de pie, movió un cubo para poder sentarse en un cajón de carga cercano y mirar al mar. George se había echado a sus pies, pero al cabo de un rato se había levantado y marchado. Olisqueando el aire, George se alzó sobre las patas traseras y apoyó las delanteras sobre el marinero más próximo, empujándolo accidentalmente contra otro hombre. Aria corrió a sujetar a su perro y se olvidó del cubo. Otro tripulante, de camino para relevar la guardia, tropezó con el cubo, se golpeó la cabeza contra el mástil y perdió el conocimiento. Aria se apresuró a ir a su lado.
—¡Oh, Dios! —Se inclinó sobre el hombre e hizo una mueca al ver el chichón que estaba empezando a salirle en la frente. Miró por encima del hombro y vio a varios marineros a su alrededor.
—¡Necesito agua fría!
—¡Bueno, bueno! —gritó un hombre, y salió corriendo.
Pasado un momento, regresó con un cubo. Antes de que Aria pudiera decir una palabra, alzó el cubo y volcó todo el contenido sobre el pobre hombre que yacía en la cubierta. El hombre empezó a toser y a escupir.
—¡No quise decir que se lo vaciaras encima! —dijo Aria. —Sólo iba a ponerle un paño mojado sobre la frente.
—Lo siento, señorita —dijo el marinero, dejando el cubo en el suelo. Otro marinero se puso de puntillas, intentando ver por encima del hombro de alguien.
—Me pregunto qué habrá hecho caer a Parsons.
Todos miraron el cubo caído.
—¿Cómo ha podido llegar esto aquí? —preguntó alguien. —Se supone que debería estar guardado junto al timón.
Aria miró el cubo. Seguro que no podía ser el cubo que había sacado hacía un momento cuando intentaba buscar un lugar confortable donde sentarse. Seguro que no lo había dejado ahí y se había olvidado. Pero sí que lo había hecho.
—Creo... creo que lo puse yo. —Seis pares de ojos acusadores se clavaron en ella. Aria deseó que se abriera la cubierta bajo sus pies para caer dentro de su pequeño y seguro camarote. Se aclaró la voz. —Lo... lo siento. Tendría que haber...
—No debería haber mujeres a bordo —le susurró un marinero a otro.
—¡Y ésta es la prueba! —añadió otro mirando furiosamente a Aria.
—No sé lo que pensará el capitán, pero yo no voy a navegar con ninguna mujer a bordo —dijo alguno en voz alta.
—¡Ya basta! —La voz de Nick restalló como un látigo sobre la cubierta. —Veo a seis hombres donde sólo debería haber uno. ¿Tan rápido habéis acabado vuestras tareas? Quizá sea el momento de baldear la cubierta de nuevo.
Los marineros volvieron a sus puestos, aunque lo hicieron murmurando. Nick lanzó una dura mirada a Aria.
—Id abajo. —Se le veía enfadado; tenía aspecto de todo menos de compasivo.
—Sólo era que...
—Haced lo que os digo. —Parecía muy furioso.
Aria lo intentó de nuevo.
—Pero yo sólo...
Nick le lanzó una mirada dura e implacable.
—Si no vais abajo, os llevaré yo mismo.
Aria sintió un nudo en la garganta y se dio cuenta de que corría el peligro de ponerse a llorar. Consiguió asentir, y Smythe, que estaba cerca, la sacó rápidamente de la cubierta, susurrando palabras tranquilizadoras como «dejad que el capitán se ocupe de todo» y que «una pequeña siesta» le sentaría de maravilla.
La acompañó a su camarote y, después de señalarle la jarra de agua fresca que estaba en la mesita, se quedó allí hasta que ella lo envió fuera.
En cuanto Smythe se fue, Aria se sacó el vestido, lo tiró a un rincón con más fuerza de la necesaria y metió las piernas en los viejos pantalones de Alex, jurando no volverse a poner un vestido. Pero no le sirvió de nada. Incluso antes de acabar de abotonarse la camisa de Alex, su precario ánimo se derrumbó.
Se dejó caer sobre la litera, escondió el rostro en la almohada y se puso a llorar. Durante toda su vida había sabido quién y qué era: Aeia Markham, de High Hall. Y eso había sido suficiente. Pero en aquel momento, con Alex desaparecido, Aria comenzó a darse cuenta de lo importante que era la familia. Sobre todo Alex. Tenía que encontrarlo. Debía hacerlo. George apoyó el hocico en su hombro, ofreciéndole todo el consuelo que podía.
Después de llorar durante un buen rato, Aria cayó finalmente en un profundo y tranquilo sueño.
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Aria y el pirata [Nick Robinson]
RomanceHubo un tiempo en que por amor se emprendían aventuras: El momento de las heroínas de corazón joven, que se enamoran por primera vez con ilusión y valentía, persiguiendo la felicidad en emocionantes historias.