Capítulo XIII

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Era una suerte  que Aris no  creyera  en supersticiones. No  iba  a  dejar que una insignificancia como las tontas  creencias  de  la tripulación  de  Nick  la incomodase. Sin  hacer  caso  de  la sugerencia de  Lucas  de  que  se  retirara de  la cubierta,  Aria se  quedó  donde  estaba.

Cuando  la tripulación se acostumbrara a su presencia, ni se fijaría en que se hallaba allí. Sin  embargo, los hombres  no  podían  dejar de  mirarla  y  de  murmurar. Las cuerdas se  enredaron, las velas se  escaparon  de  los enganches, los  ánimos se  calentaron  y  se  intercambiaron  palabras furiosas, que casi siempre acababan con uno u otro mirando hacia Aria.

Pasada una hora,  estaba segura de que  toda la  tripulación  la  odiaba.  Pero  lo  peor  fue cuando Aria,  cansada de  estar de pie,  movió  un  cubo  para poder  sentarse  en  un  cajón  de  carga cercano  y  mirar  al  mar.  George  se  había echado  a  sus  pies, pero  al cabo  de  un  rato  se  había levantado y marchado. Olisqueando  el aire,  George  se  alzó  sobre  las patas  traseras  y  apoyó  las delanteras sobre  el marinero  más próximo, empujándolo  accidentalmente  contra  otro  hombre. Aria corrió  a sujetar a  su perro  y  se  olvidó  del  cubo. Otro  tripulante,  de  camino  para  relevar  la  guardia, tropezó con  el  cubo,  se  golpeó  la  cabeza contra el  mástil y  perdió  el  conocimiento. Aria se  apresuró  a ir a su lado. 

—¡Oh,  Dios!  —Se inclinó  sobre  el hombre  e  hizo  una  mueca al  ver  el  chichón  que estaba empezando  a  salirle  en  la frente.  Miró  por  encima del  hombro  y  vio  a  varios  marineros  a  su alrededor.

—¡Necesito agua fría!

—¡Bueno, bueno!  —gritó  un  hombre,  y  salió  corriendo.

Pasado  un  momento,  regresó  con  un  cubo. Antes de  que Aria pudiera decir una palabra,  alzó  el  cubo  y  volcó  todo  el contenido  sobre  el pobre hombre que yacía en la cubierta. El hombre  empezó  a  toser  y  a  escupir. 

—¡No  quise decir que  se  lo  vaciaras encima!  —dijo Aria. —Sólo iba a ponerle un paño mojado sobre la frente.

—Lo siento, señorita —dijo el marinero, dejando el cubo en el suelo. Otro  marinero  se  puso  de  puntillas, intentando  ver  por  encima del hombro  de  alguien.

—Me pregunto qué habrá hecho caer a Parsons.

Todos miraron el cubo caído.

—¿Cómo ha podido  llegar  esto  aquí?  —preguntó  alguien.  —Se supone  que  debería  estar  guardado junto al timón.

Aria miró  el  cubo. Seguro  que  no  podía  ser  el cubo  que  había sacado  hacía  un  momento cuando  intentaba  buscar un  lugar confortable donde  sentarse. Seguro  que  no  lo  había dejado  ahí  y se había olvidado. Pero sí que lo había hecho.

—Creo... creo  que  lo  puse  yo.  —Seis pares  de  ojos acusadores  se  clavaron  en  ella. Aria deseó que  se  abriera la cubierta  bajo  sus pies  para  caer  dentro  de  su pequeño  y  seguro  camarote. Se aclaró la voz. —Lo... lo siento. Tendría que haber...

—No debería haber mujeres a bordo —le susurró un marinero a otro.

—¡Y ésta es la prueba! —añadió otro mirando furiosamente a Aria.

—No sé  lo  que  pensará  el capitán, pero  yo  no  voy  a  navegar  con  ninguna  mujer  a  bordo  —dijo alguno en voz alta.

—¡Ya  basta!  —La  voz  de  Nick restalló  como  un  látigo  sobre  la  cubierta.  —Veo  a  seis  hombres donde  sólo  debería haber  uno. ¿Tan  rápido  habéis  acabado  vuestras  tareas?  Quizá sea el momento de baldear la cubierta de nuevo.

Los marineros volvieron a sus puestos, aunque lo hicieron murmurando. Nick  lanzó  una dura  mirada a  Aria.

—Id abajo. —Se le veía enfadado; tenía aspecto de todo menos de compasivo.

—Sólo era que...

—Haced lo que os digo. —Parecía muy furioso.

Aria lo intentó de nuevo.

—Pero yo sólo...

Nick le lanzó una mirada dura e implacable.

—Si no vais abajo, os llevaré yo mismo.

Aria sintió  un  nudo  en  la garganta  y  se  dio  cuenta de que  corría  el peligro  de  ponerse  a  llorar. Consiguió  asentir,  y  Smythe,  que  estaba cerca,  la sacó  rápidamente  de  la cubierta, susurrando palabras tranquilizadoras como  «dejad que  el capitán  se  ocupe  de  todo»  y  que  «una pequeña siesta» le sentaría de maravilla.

La acompañó  a  su camarote  y,  después  de  señalarle  la  jarra de agua  fresca  que  estaba en la mesita,  se  quedó  allí  hasta  que  ella  lo  envió  fuera.

En  cuanto  Smythe se  fue, Aria se  sacó  el vestido, lo  tiró  a  un  rincón  con  más fuerza  de  la  necesaria y  metió  las piernas  en  los  viejos pantalones de Alex, jurando no volverse a poner un vestido. Pero  no  le  sirvió  de  nada. Incluso  antes  de  acabar de  abotonarse la  camisa de Alex,  su precario ánimo  se  derrumbó.

Se dejó  caer  sobre  la  litera,  escondió  el rostro  en la almohada y  se  puso  a llorar. Durante toda su vida había sabido quién y qué era: Aeia Markham, de High  Hall.  Y  eso  había sido  suficiente.  Pero  en aquel  momento, con Alex desaparecido, Aria comenzó a darse cuenta de lo importante que era la familia. Sobre todo Alex. Tenía que  encontrarlo.  Debía hacerlo. George  apoyó  el  hocico  en su hombro,  ofreciéndole  todo  el consuelo  que  podía.

Después  de  llorar  durante  un  buen  rato, Aria cayó  finalmente  en un profundo y tranquilo sueño.

Aria y el pirata [Nick Robinson]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora