El pelirrojo los guió por el sucio callejón y a través de una confusa variedad de pasajes y calles estrechas. Finalmente, se detuvo ante un edificio destartalado que parecía ir a caerse de un momento a otro.
Alguien debía de haber estado vigilándolos, porque la puerta se abrió en cuanto pisaron los torcidos escalones que llevaban a ella. El interior de la casa era tan horroroso como el exterior.
Todos los muebles estaban rotos o torcidos; las paredes, los techos y los suelos eran de un gris opresivo, y el aire, húmedo y fétido.
Nick maldijo su debilidad al traer a Aria. Aunque no era que le hubiera dejado muchas alternativas; la joven hubiera ido de cualquier manera, con o sin él.
Los cinco hombres los condujeron por una estrecha escalera y por un oscuro corredor que apestaba a moho. Al llegar a la puerta más lejana, el pelirrojo llamó con una complicada serie de golpes en clave. La puerta se abrió y él se apartó, haciendo señas a Nick y Aria para que entraran en la habitación.
El minúsculo cuarto carecía de ventilación y estaba aún más oscuro que el corredor. Sólo un candil ofrecía una tenue luz. Todas las ventanas y contraventanas estaban cerradas. Nick se esforzó por ver en la oscuridad.
—Ah, el capitán Robinson y la encantadora mademoiselle Markham —dijo alguien desde el rincón más oscuro. La voz del hombre sonaba culta, con un ligero acento francés que suavizaba las palabras. —Bienvenidos a mi humilde morada. Por favor, pasad y sentaos. Ah, y poned el dinero sobre la mesa, si os place.
Los ojos de Nick se habituaron a la escasa luz, y pudo distinguir al hombre que les hablaba. Iba vestido con ropas elegantes pero sucias, el negro pelo le brillaba bajo la tenue luz, y los negros ojos eran fríos y letales. De repente, la mente de Nick se heló al reconocer al hombre. Era DeGardineau, el bellaco cuyas mentiras habían sellado el destino de su padre.
Unas fuertes carcajadas llenaron los oídos de Nick, y se abalanzó con los puños apretados. Clic.
Lo apuntaban con una pistola. A pesar de su furia, Nick se detuvo. Aria estaba allí. Tenía que contenerse por el bien de la joven, si no por el suyo.
—Bien, bien, bien. Capitán Robinson —dijo DeGardineau, saliendo de las sombras. —Finalmente nos encontramos.
Nick deseaba propinar un puñetazo al sonriente rostro del hombre, pero no era el momento. La idea le quemaba el estómago como si fuera ácido.
Aria llevó la mirada de DeGardineau a Nick y luego volvió a mirar al primero.
—¿Quién sois?
El francés hizo una florida reverencia.
—Jean Paul DeGardineau. A vuestro servicio, mademoiselle.
—¿Y qué asuntos deseáis tratar con nosotros? —preguntó Aria.
En su ataque de furia, Nick sintió una punzada de orgullo. Aria debía saber, al igual que lo sabía él, que el hombre de la habitación pretendía causarles daño. Pero Aria no mostraba temor. Estaba erguida y orgullosa, con la barbilla en alto y los labios apretados en una mueca de desprecio por los hombres que la tenian prisionera.
Nick pudo ver que su porte impresionaba a los hombres, incluso a DeGardineau. El hombre soltó una risita.
—¿Qué asuntos? Cierto. —Apoyó una mano en la cadera, apartando la casaca con el gesto, y dejó ver el mango de frío hueso de un espeluznante cuchillo. —Sé por qué estáis aquí.
Aria palideció al ver el cuchillo.
—Tenéis a mi hermano...
—¿Lo tengo? Ahora estáis suponiendo cosas. Nunca supongáis nada.
Una mirada de confusión apareció en el rostro de Aria.
—Si no tenéis a Alex, ¿por qué nos habéis traído aquí?
—El dinero, Aria. Eso es todo lo que quieren —dijo Nick, lanzando una risa seca.
—Muy bien, Robinson —confirmó DeGardineau, mostrando sus blancos dientes al sonreír. —Estáis aquí para entregar una cantidad de oro, así que aquí estoy yo también.
—No. No os lo puedo dar —dijo Aria. —Significaría la vida de mi hermano.
El francés asintió tristemente.
—¡Ah, qué decisiones hay que tomar a veces! La vida de vuestro hermano... —Sacó el cuchillo del cinturón y miró la luz del candil. —O la vuestra. ¿Cuál será?
—Aria —intervino Nick, notando una opresión en el pecho. —Dale el dinero. Ya ves que no tenemos elección.
—Nick, no puedo. Alex...
—Morirá si no estás allí para encontrarte con la gente que lo raptó.
—Pero el oro...
—Podemos ocuparnos de eso después.
—Ah —dijo DeGardineau con evidente satisfacción. —Sois un hombre sensato. Deberíais desagradarme profundamente, pero, curiosamente, me resulta imposible.
—DeGardineau, tomad el dinero y largaos —replicó Nick. Le dolía la mandíbula del esfuerzo que estaba haciendo para no mandar la sensatez al diablo y lanzarse sobre el hombre que odiaba.
—Oh, me llevaré el dinero. —El francés rió. —No os preocupéis por eso.
Aria cerró la boca, pero supo que Nick había dicho la verdad. Llevó la mano al bolsillo y lentamente sacó la bolsa.
—Ponedlo sobre la mesa —ordenó el francés.
Aria sopesó la bolsa en la mano, y luego la acercó a la mesa. Miró a Nick a los ojos un instante. Había algo en ellos... algún tipo de mensaje. Se detuvo un momento, con la mente trabajando a toda prisa. Luego alargó la mano hacia la mesa, como si fuera a dejar la bolsa.
En el último segundo, tiró la bolsa a Nick.
—¡Corre!
Nick asió con fuerza la bolsa y plantó el puño en el rostro del hombre más cercano. El peso del oro hizo que el puñetazo fuera más letal y el hombre cayó al suelo como un ancla. Un hombretón grasiento con brazos como patas de cerdo se adelantó. Nick hizo como si fuera a golpearlo con el puño, pero en vez de eso le dio una patada. El hombre se tambaleó hacia atrás y Nick fue a por él.
—¡Quieto, Robinson! Tengo a la chica.
Nick se quedó inmóvil. El pelirrojo agarraba a Aria; su cuchillo resplandecía contra la blanca piel de la chica.
Nick no podía tragar, no podía respirar. Lo único que podía hacer era mirar el cuchillo. El peso del oro pareció aumentar en su mano. Dentro de la bolsa de cuero había oro suficiente para comprar la vida de Alex o la de Aria, pero no las dos.
No tenía elección. Nick dejó caer la bolsa sobre la mesa con un golpe seco.
—¡No! —gritó Aria.
Nick la miró a los ojos, esperando encontrar en ellos tristeza.
—Alex esperaría que pusiera tu seguridad por encima de la suya. Tenemos que darle el oro.
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Aria y el pirata [Nick Robinson]
RomanceHubo un tiempo en que por amor se emprendían aventuras: El momento de las heroínas de corazón joven, que se enamoran por primera vez con ilusión y valentía, persiguiendo la felicidad en emocionantes historias.