Capítulo XXV

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Tiempo atrás, DeGardineau había navegado como primer oficial bajo las órdenes del padre de Nick. Había sido su testimonio el que había tachado al padre de Nick de traidor y amigo de los británicos.

—¿Capitán?

Smythe estaba a su lado, con una expresión preocupada.

—Quizá debamos descubrir qué más saben.

—No sabrán nada más. Marler nunca explica nada a sus hombres. Así no le pueden traicionar. — Nick hizo un gesto a sus hombres para que vigilasen a los prisioneros. —Dejadles que coman. Cuando acaben, encerradlos en la bodega. Los entregaremos a las autoridades en cuanto lleguemos a tierra.

—¡Sí, capitán! —respondieron los hombres.

Nick se dirigió hacia el castillo de proa, con Smythe a su lado.

—¿Crees que DeGardineau envió la misiva a Marler?

—¿Quién si no?

—No te preocupes, capitán. Encontraremos al hombre que mancilló el nombre de tu padre. Ya lo verás.

Nick asintió preocupado. Se oyó un trueno y Nick miró hacia lo alto.

—Va a empezar a llover. Ya estamos lo suficientemente cerca de la costa para evitar lo peor, pero será una travesía dura.

—Sí, capitán. —Smythe asintió con la cabeza. —No necesitas problemas como DeGardineau, sobre todo mientras vas hacia Savannah a rescatar al hermano de la chica.

Nick alzó el rostro hacia el viento. Se levantó una fría ráfaga, que envió una pesada ola contra el lado de estribor. El barco se alzó y cayó de nuevo.

—Arriad las velas. Capearemos la tormenta aquí donde estamos.

Smythe empezó a ir hacia las jarcias, pero se detuvo a medio camino. Un profundo ceño le marcaba el rostro.

—Capitán, ¿cómo podía saber DeGardineau que nos dirigíamos a Savannah? No se lo dijiste a la tripulación hasta que ya habíamos zarpado.

—No lo sé, Smythe. Eso es lo que me preocupa. 

Se oyó un grito procedente de un grupo de hombres que estaban intentando soltar una vela rota de unas jarcias que habían sufrido un impacto de cañón directo.

—Por el amor de Dios, será mejor que vaya a ver si puedo deshacer ese entuerto —dijo Smythe, suspirando. Fue hacia la escala.

—No comentes nada con los hombres. Si alguien envió ese barco tras de nosotros, puede que lo intente de nuevo antes de que lleguemos a Savannah.

—Sí, capitán. —Smythe bajó del puente, gritando órdenes a su paso.

Nick observó a los hombres limpiar la cubierta antes de que estallara la tormenta. Smythe tenía razón: nadie sabía que el Princesa de los Mares se dirigía a Savannah. Pero sí había alguien que conocía el destino de Aria: su tío.

¿Podría estar detrás del ataque? De ser así, entonces Elliot Markham era un hombre al que no se podía menospreciar, porque era evidente que la seguridad de Aria no le importaba mucho.

La idea inquietó a Nick. Para tranquilizarse, dejó el castillo y bajó a ayudar a sus hombres con la vela rota.

El viento azotaba la lona desgarrada y enredaba aún más los cabos sueltos. Nick no dijo nada a los hombres, sino que empezó a subir por los obenques hacia donde se había enredado la vela. El viento sacudía violentamente el barco, pero Nick se agarró con fuerza. Pasando un brazo alrededor del mástil, sacó su cuchillo y cortó las cuerdas. La vela cayó y los hombres de abajo lanzaron un grito de triunfo, mientras se apresuraban a recogerla para remendarla.

Nick guardó el cuchillo y se descolgó hasta la cubierta. Acababa de tocar el suelo con las botas cuando captó movimiento por el rabillo del ojo. Volvió la cabeza justo a tiempo de ver a Aria avanzando hacia él.

La miró, y luego la volvió a mirar. La descarada se había puesto una de sus mejores camisas sobre un par de pantalones. Había tenido que doblar las mangas y le llegaba hasta la mitad del muslo,  pero, afortunadamente, la mayor parte de la joven quedaba cubierta. Nick nunca hubiera pensado que su camisa le podía sentar tan bien a nadie. 

Aria se detuvo junto a uno de los hombres que se apoyaba contra el mamparo, con la pierna vendada hasta la rodilla. La joven le hizo una pregunta y el hombre sonrió de oreja a oreja. Nick pudo captar las palabras del hombre, que alardeaba de tener la piel demasiado dura para que algo tan tonto como una bala de plomo pudiera dejarlo en ridículo. Aria rió.

El alegre sonido bailó sobre la cubierta. Los hombres paraban de trabajar para saludarla al pasar.

La miraban de un modo totalmente diferente. Ya no la contemplaban con recelo; había probado su valía y se había convertido en un miembro más de la tripulación.

Aria se despidió del hombre y se dirigió hacia Nick. Él miró a su alrededor y encontró un cubo lleno de clavos y un martillo. Lo cogió y atravesó la cubierta hacia donde la borda estaba rota. Él no pensaba ponerse a adorar a Aria, como al parecer habían decidido hacer sus hombres. Ya tendría suficientes admiradores masculinos en cuanto liberaran a Alex y regresaran a Boston. Esa idea tampoco lo hacía particularmente feliz, y golpeaba los clavos con más fuerza de la necesaria.

Sin embargo, aunque concentraba sus esfuerzos en reparar el trozo de borda, no podía evitar lanzarle esquivas miradas mientras ella se acercaba. Aria se había lavado el cabello y lo llevaba recogido en una cola, aunque el viento le había soltado algunos mechones. Era toda una  mujer, centímetro a centímetro.

Nick arrugó el ceño. La joven se sorprendería si pudiera leerle el pensamiento, porque seguro que no veía en él más que a un amigo de su hermano. Apretó los dientes y arrancó un trozo de madera rota, luego le sacó los torcidos clavos y los tiró dentro del cubo.

—¿Nick?

No podía mirarla, no en aquel momento. ¿Por qué tendría que acercarse a él, de todas formas?

Debía de notar el efecto que le causaba. O quizá... quizá no. Aria era una extraña mezcla de inocencia y determinación, una combinación muy difícil de resistir.

—¿Nick? —insistió la joven, con un toque de impaciencia en la voz.

—¿Qué? —Dejó caer el martillo aun con más fuerza, introduciendo todo el clavo en la madera de un solo golpe.

—Lucas está despierto. Aún tiene un poco de fiebre, pero parece que está sanando. —Aria se puso un mechón de pelo detrás de la oreja y se preguntó a qué se debería la extraña expresión del rostro de Nick.

Éste agarró un trozo de la borda rota y lo colocó en su lugar.

—Bien. No deberías subir a cubierta hasta que hayamos conseguido arreglar parte de los destrozos. Podrías lastimarte.

Aria apretó los dientes. ¿Tan pocas ganas tenía de estar con ella que prefería desterrarla abajo?

—Miraré dónde pongo los pies. —Tomó un puñado de clavos. —¿Puedo ayudar? —Sin darle tiempo a responder, agarró otro martillo del cubo y acabó la línea de clavos que Nick había empezado. La mirada silenciosa de éste duró tanto que finalmente Aria se volvió hacia él para mirarle. —¿Qué pasa?

Nick miró hacia otro lado.

—Nada. ¿Dónde está tu perro?

—George duerme a los pies de la litera de mi camarote. Creo que ni siquiera se despertó durante la batalla con los piratas.

Los labios de Nick insinuaron una leve sonrisa.

—Un perro con suerte.

Aria sacó unos cuantos clavos del cubo y los examinó para asegurarse de que estuvieran rectos. Le resultaba difícil no reparar en el pensativo perfil de Nick. De repente, el joven se dio  la vuelta y la miró a los ojos.

—Aria, hay algo que deberías saber. He hablado con los prisioneros. El barco pirata nos estaba esperando.

—¿Sabían que nos dirigíamos a Savannah?

Nick asintió.

—Alguien quiere impedir que rescates a tu hermano. 

Aria y el pirata [Nick Robinson]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora