Intenté gritar, y mis labios y mi lengua reseca semovieron convulsivamente, pero ninguna voz salió de los cavernosos pulmones,que, oprimidos como por el peso de una montaña, jadeaban y palpitaban con elcorazón en cada inspiración laboriosa y difícil. El movimiento de lasmandíbulas, en el esfuerzo por gritar, me mostró que estaban atadas, como sehace con los muertos. Sentí también que yacía sobre una materia dura, y algoparecido me apretaba los costados. Hasta entonces no me había atrevido a moverningún miembro, pero al fin levanté con violencia mis brazos, que estabanestirados, con las muñecas cruzadas. Chocaron con una materia sólida, que seextendía sobre mi cuerpo a no más de seis pulgadas de mi cara. Ya no dudaba deque reposaba al fin dentro de un ataúd.