Capitulo 8

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Es un hombre interesante —dice Asha de camino al coche. El resto del equipo tiene sus coches en el aparcamiento de Maned Wolf, pero yo lo dejé en la calle, a unas manzanas del edificio, porque no quería que nadie se diera cuenta de lo temprano que había llegado. Al parecer, Asha aparcó cerca de mí por razones que se me escapan.

—¡Mostró tanto entusiasmo en la primera parte de la visita! —prosigue—. Pero después... algo cambió en ese despacho.

Se levanta un viento que me despeina y siento el frío en el cuello.

—No me he dado cuenta —respondo.

Ya veo mi coche. Busco las llaves.

—Sí que te has dado cuenta —afirma Asha—, y ahora lo niegas, me pregunto por qué.

Me pongo de cara al viento para poder mirarla. No me esperaba tal descaro por su parte y me pregunto si está buscando una confrontación, pero no vuelve a abrir la boca hasta que llegamos a mi coche y, entonces, lo único que añade sin aminorar la marcha es un alegre adiós.

Asha empezó a trabajar en la empresa pocas semanas antes de que yo llegara. Durante todos estos años he admirado en silencio el misterio que la rodea. Hasta ahora no se me había pasado por la cabeza que podría ser peligrosa.

Me meto en el coche, agarro el volante y respiro hondo a la espera de que mis rezagados pensamientos alcancen a mis acciones. Miro mi reflejo en el retrovisor y me toco la peca que esta mañana olvidé tapar con maquillaje. ¿Desde cuándo soy tan poco cuidadosa? ¿Cuándo perdí el rumbo?

Pero la respuesta a esa pregunta es fácil. Lo perdí en el Venetian, en Las Vegas.

Si quiero encontrar mi camino, lo que tengo que hace es volver sobre mis pasos. Encontrar la senda de la que me desvié y redescubrir el placer que produce el serle fiel a un hombre. Si logro deshacer mis pasos mentalmente, conseguiré dejar atrás esta demencia.

Estoy citada con Dave a las ocho para ir a cenar, pero aún quedan más de tres horas. Cojo el teléfono y llamo a Simone.

* * *

Cuando llego al piso de Simone, acaban de dar las cinco. Me hace pasar. Sobre su sofá beis hay cojines con estampados de leopardo; en las paredes, cuadros de fotografías en blanco y negro de hombres y mujeres bailando; la sensualidad de sus movimientos quedó capturada en la pose de un milisegundo.

—¿Quieres beber algo? —pregunta—. ¿Té? ¿Agua con gas?

—¿Un cóctel, quizá?

Se queda un momento quieta y mira por la ventana al contaminado cielo azul. Sabe que rara vez bebo antes de que anochezca. Es una regla que mi madre me inculcó cuando era joven. «El alcohol es para la luna», decía mientras se servía una copa de vino. «La oscuridad oculta nuestros pequeños pecados, pero el sol no es tan indulgente. La luz exige la inocencia que otorga la sobriedad».

Pero ¿dónde había dejado yo la inocencia cuando bebí agua en la sala de espera del señor Alfonso mientras me abrochaba los botones de la camisa? ¿Cuántos pecados había cometido ya a la luz del día? Las normas están cambiando y necesito un cóctel para adaptarme a los cambios.

Simone desaparece en la cocina y regresa con dos vasos: uno para ella, uno para mí. El líquido cristalino tiene un aspecto casto, pero sabe a algo mucho mejor. Tomo varios sorbos y me reclino en el sofá. Ella se sienta a mi lado, en el reposabrazos.

—Siempre me cuentas tus secretos —le digo mientras se me clava un cojín de leopardo en la espalda.

—Y tú nunca me cuentas los tuyos —responde con frivolidad.

El desconocido (AyA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora