Capitulo 9

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El Scarpetta tiene mucha luz. Techos altos y colores neutros. Incluso cuando ha caído la noche, parece como si el comedor estuviera iluminado por la suave luz del sol. Es el escenario que necesito en este momento, en el que estoy sentada cara a cara con Dave. Me está hablando del trabajo, de la familia, de rubíes... ¿Me he enterado de que ya no se pueden evadir los impuestos de Estados Unidos ingresando sumas de dinero en cuentas bancarias suizas? ¿Me he enterado de que su madre acaba de adquirir una yegua de un gris exactamente igual al de un cielo encapotado? ¿Me he enterado de que los rubíes son en realidad más caros que los diamantes?

La conversación tiene tan poca chispa como el restaurante. Bromeando, salpica la narración de los detalles de su vida con recordatorios de lo caro que le sale su devoción hacia mí, sin sospechar ni por un solo momento que quizá yo le esté ocultando algún detalle de la mía. Pronuncia cada palabra con la intimidad informal que sucede a la confianza. Y durante un momento llego a olvidar que en mí no se puede confiar en absoluto.

Mientras los entrantes son remplazados por primeros, y los primeros, por postre y capuchinos, me voy dando cuenta de lo agotador que resulta actuar. ¿Cómo lo hacen las famosas? ¿Cómo logran sonreír a los coprotagonistas y decir sus frases con la emoción que se le ha asignando a cada una de ellas sin que se les escapen ni una sola vez indicios de su verdadero yo, de la persona que se esconde tras el personaje, tras la fama, tras la imagen? ¿De dónde sacan la energía para ocultar a esa persona bajo todas esas capas sin perder jamás la elegancia?

Remuevo una línea blanca de azúcar en la espuma del capuchino. Estamos inmersos en uno de nuestros silencios. Antes me encantaba ese momento, el momento en el que puedes estar tranquilamente con la persona que has elegido sin necesidad de intercambiar palabra. Es el testimonio que evidencia lo cómodos que estamos el uno con el otro. Pero ya no puedo estar en

silencio. El silencio es la senda que me lleva a los pensamientos más oscuros y estos no tienen cabida en un comedor tan iluminado como el que nos encontramos.

—Dave —susurro su nombre con el temor de quien sabe lo que se arriesga a perder—, en tu empresa no solo hay hombres.

—Claro que no —me confirma.

—¿Hay abogadas... o clientas... que sean guapas?

La pregunta le coge desprevenido. Mete la cucharilla en el panna cotta que vamos a compartir, dejando una marca en su hasta entonces impecable superficie.

—No presto atención a esas cosas.

Es una respuesta poco convincente. Para ver la belleza no hace falta que prestes atención, del mismo modo que para respirar no hace falta que pienses en el aire.

—¿Has tenido tentaciones alguna vez? —insisto.

—No.

La palabra sale de su boca con tanta rapidez y potencia que casi parece una agresión. Nadie dice la verdad tan rápido. Lo normal es reflexionar un poco antes de decir la verdad. Lo normal es tratar de encontrar la mejor manera de expresarla y soltarla despacio, con la esperanza de tejer una buena historia. Las mentiras se escapan con más facilidad. «No». Es una mentira innecesaria. Todos sentimos tentaciones de vez en cuando, ¿a que sí? La única razón para mentir ante esa pregunta es que hayas caído en la tentación. Yo debería saberlo.

Siento una punzada en la boca del estómago; silenciosos celos que no tengo derecho a sentir.

—¿Ni una vez? —pregunto, tanteando los posibles accesos al tema para ver por cuál puedo entrar—. Quizá en algún momento te hayas fijado en el pelo de una mujer, que le cae por los hombros, o en la boca de una compañera, que a menudo se lame el labio superior, o quizá alguna vez hayas pensado qué sentirías si tocaras su pelo o probaras...

—Te he dicho que no.

Esta vez la mentira es más firme. Se parece más a un muro que a una bala. Casi puedo sentir la rigidez de su superficie cuando trato de acercarme.

—Yo te perdonaría —aseguro. Mis celos van en aumento, pero me gusta la sensación, me gusta lo que dicen de lo que siento por Dave—. Quiero que seas... Quiero que seamos humanos —prosigo —. Quiero que dejemos de tratarnos como si fuéramos estatuas.

Levanta la mirada del postre y me mira a los ojos por primera vez desde que he desviado la conversación hacia un tema tan delicado.

—No sé de qué estás hablando.

—Hablo de sedas —continúo. Poso la mano en la mesa y la acerco hacia él, pero no se mueve para cogerla—. Hablo de las pequeñas imperfecciones que hacen que cada rubí sea único. Sé que no eres perfecto. Sabes que no soy perfecta. Tengo la esperanza de que podamos dejar de fingir que lo

somos.

—Sé que no eres perfecta.

Reconoce mi imperfección sin reconocer la suya con la intención de darme una bofetada, pero sus palabras no me causan dolor. Me afectan de otro modo. Veo en ellas un cumplido involuntario. Y veo la evasión.

—Yo te perdonaría —repito—. Incluso si fue algo más que una tentación. Incluso si fue un error.

—Yo no cometo ese tipo de errores.

Entonces suaviza la expresión y, por fin, estira el brazo para darme un rápido apretón en la mano antes de soltarla de nuevo.

—Quizá haya estado un poco tentado en alguna ocasión. Pero jamás me dejado llevar por esos impulsos. Yo no caigo tan bajo, Anahi. Lo sabes, ¿verdad?

Me ruborizo. Esta vez el insulto no es intencionado, pero siento su superioridad. Él no cae tan bajo..., pero yo sí. Es mejor que yo.

—Te voy a comprar un anillo —prosigue viendo que tardo demasiado en contestar—. Voy a atar mi vida a la tuya. No hay tentación alguna que valga la pena recordar. Te lo prometo.

Recorro con el dedo el borde de la taza de capuchino. Es blanca, como el mantel, como las rosas que me regaló Dave.

—Tengo que contarte una cosa —comienzo.

Y sé que lo voy a hacer. Voy a pronunciar las palabras, voy a exponer mis pecados en este comedor iluminado para que podamos verlos bien.

—Vamos a unir nuestras vidas —repite, pero ahora la frase tiene un tono de súplica—. No tenemos por qué darle vueltas a los momentos imperfectos. De acuerdo, quizá nuestro pasado fuera un rubí. —Miro sus ojos marrones. Veo en ellos un ruego silencioso—. Pero eso es pasado. No hace falta que hablemos de..., ¿cómo se llamaban?, ¿sedas? En nuestro futuro no habrá de eso. Nuestro

futuro puede tener la claridad de un diamante perfecto.

El futuro jamás es claro. En el mejor de los casos se parece a la yegua por la que su madre acaba de pagar una fortuna: es del color gris de un cielo encapotado. Pero, como de costumbre, Dave no habla de cómo son las cosas, sino de cómo quiere verlas él. ¿Y acaso no lo hacemos todos? Elegimos una religión, un partido político, una filosofía... y vemos el mundo de modo que encaje dentro de esos compartimentos que hemos elegido. Y cuando nos topamos con manifestaciones obvias que no encajan fácilmente con nuestras creencias, las ignoramos sin más o las vemos de otra manera. Las obligamos a encajar en nuestros compartimentos, aunque para ello tengamos que aplastarlas hasta crear formas totalmente forzadas. Dave tiene secretos. No sé si le obsesionan o no, lo que sí sé es que no mira hacia ellos, lo que significa que quizá, solo quizá, yo tampoco tenga por qué mirar a los míos.

Sonrío y cojo una cucharadita de panna cotta. Noto su suavidad en la lengua y me sabe a pureza.

Empiezo a entender por qué a tanta gente le gusta la sencillez de los diamantes.

El desconocido (AyA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora