Prólogo

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Siento el sudor acumulado en mi frente, manos, pecho y espalda mientras intento abrir los ojos una y otra vez, resultándome totalmente inútil. Puedo sentir como los párpados me pesan, de una manera inquietante que no hace más que hacerme sentir desesperado. Mi respiración comienza a volverse agitada al no poder tener el control de mi propio cuerpo. Quiero moverme, abrir los ojos pero hay algo que me lo impide; esto es jodidamente frustrante.

Empuño mis manos.

«Debes calmarte».

Me digo una y otra vez.

«No es más que otra crisis Adam, vas a superarlo. Lo has hecho ciento de veces».

Me relajo y comienzo a calmar la respiración, regularizarla, para poder tomar el control de los tensos músculos de mi cuerpo. Logro hacerlo, con paciencia, mientras que el ritmo acelerado de mi corazón comienza a latir pasivamente. Uno, dos y tres... mi cuerpo reacciona. Respiro tan hondo como puedo, tragando el aire que me rodea. Abro los ojos lentamente y frunzo el ceño al sentarme sobre la cama. Irónico. Reconozco a la perfección el paisaje que me rodea, he estado aquí otras veces; más de las que en realidad quisiera recordar. Una pesadilla, eso es lo que es esto, una jodida pesadilla que me persigue sin piedad alguna desde hace ya siete años. Suspiro. Siempre es lo mismo, todo está a oscuras y el frío es insoportable. Todo se siente tan real. Niego despacio y me pongo de pie con la cautela suficiente, sin dejar de ver a los alrededores. Sé lo que se viene. Doy un par de pasos y de repente me encuentro con una desolada autopista en medio de la carretera.

Regreso a esa noche.

La helada brisa nocturna provoca que cada parte de mi piel se erice al llevar únicamente la parte inferior de la pijama e ir a pies descalzos. Me cruzo de brazos y froto las palmas de mis manos contra ellos para poder hacer llegar a mi cuerpo un poco de calor, claramente, resulta inútil, otra vez. Mis dientes no dejan de chocar unos contra otros, haciéndome sentir impotencia por no poder controlarlos. Miro a un lado y luego a otro, todo parece desierto, sigo avanzando. Frunzo el ceño cuando a lo lejos veo que una espesa neblina se comienza a acercar. Escapo de ahí. No quiero sentirme envuelto por esa maldita neblina de nuevo, no, no quiero. Corro de ella tan rápido como puedo y siento que no logro avanzar. Mis pies comienzan a doler, a arder, como si estuviera caminando sobre humeantes cenizas de carbón. Esto ya está durando más tiempo del que acostumbro a soportar, y lo peor, es que se está sintiendo bastante real.

Comienzo a preocuparme.

Me detengo, frustro y caigo al suelo al sentir un fuerte pinchazo en una de las plantas de mi pie. Me lo tomo y observo detenidamente. Respiro con fuerzas y despacio comienzo a quitar el par de afiladas y gruesas espinas incrustadas, hijas de una rosa que yace tirada en el suelo un poco más allá del lugar en el que estoy. La reconozco. Sé bien de dónde salió esa marchita rosa. Termino de quitar las espinas y veo una delgada línea de sangre deslizarse por mi pie. Ruedo los ojos. Me paro tratando de no apoyar el pie herido, resoplo y levanto la mirada, quedándome tieso cuando un frío diferente al que he sentido me recorre cada centímetro del cuerpo. Mis músculos se han tensado de golpe al reconocer aquella femenina figura metros frente a mí; podría reconocerla en cualquier lugar. Ella sigue con ese vestido de espalda descubierta, que usó aquella noche que tanto me marcó. No lleva nada encima y noto la piel de su espalda ligeramente erizada, desnuda, y mi corazón late de inmediato al verla tan vulnerable frente a la fría brisa que nos acompaña.

Mi garganta parece secarse.

Mi sangre comienza a bombear.

Y todo el frío y dolor que siento, desaparecen de golpe, por completo.

Los Malditos También AmanDonde viven las historias. Descúbrelo ahora