CAPÍTULO 15

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Rice McNabb todavía no podía creer la manera tan oportuna en que la suerte se había decidido a acompañarlo en las últimas semanas. Su paso por Castle Rock había sido todo un éxito. Con el descubrimiento de los filones de riolita, aquel pueblo se había convertido en un hormiguero, y los mineros eran hombres solitarios con mucho alcohol en el cuerpo y demasiado dinero en los bolsillos. El aburrimiento les llevaba a entretenerse malgastando sus ganancias en interminables partidas de poker a las que se entregaban con una insensatez que jamás mostrarían los jugadores de oficio. Gracias a ellos había salido de allí con los bolsillos bien llenos. Y, además, con la esperanza de un negocio mucho más apetecible. Ese era el único motivo que le había llevado hasta Indian Creek. De no haber sido por la información conseguida en Denver, jamás hubiese puesto los pies en aquel lugar. Por nada del mundo hubiese asumido el riesgo de un encuentro fortuito con Jonas. Solo de pensarlo le entraban sudores.

Empujó las puertas batientes del saloon y se estiró el chaleco entrecerrando los ojos para adaptarse a la claridad del día. Recorrió la calle principal mirando a ambos lados. Diversos edificios dedicados a actividades comerciales y artesanales flanqueaban la ancha calzada de tierra rojiza. Casi todos ellos contaban con la habitual fachada falsa y, entre unos y otros, se intercalaban las viviendas. Un bonito lugar. Pequeño, y como había supuesto, dado a rumores y chismes. ¡Qué mejor sitio que el saloon para conocer los entresijos de la vida del tal Jonas! Por fortuna, éste no frecuentaba el establecimiento; un detalle más de que la suerte estaba a su favor. 

Y no le costó nada averiguar quién sería la persona idónea para ayudarle en sus propósitos.

A esas horas, el almacén general rebosaba de clientela femenina. En época de celebraciones, todas las mujeres del pueblo se esmeraban para estrenar vestido. Y el verano resultaba especialmente festivo. Primero venía el día dela Independenciay, más tarde, en agosto, la celebración que todos consideraban más suya: la que conmemoraba la fundación de Indian Creek.

Nada más entrar en la tienda, McNabb supuso que la rubia que se afanaba en contentar a la nutrida corte de mujeres era la persona que buscaba. Esperó a que se vaciara la tienda curioseando entre las mercancías.

Se hizo a un lado cuando la joven se acercó junto a una clienta y las saludó tocándose el sombrero hongo con un ademán elegante. Harriet lo estudió de arriba abajo, al tiempo que mostraba a la señora unos novedosos pantalones de minero recién llegados desde San Francisco. 

La clienta tomó en el aire un par de ellos para calcular el tamaño adecuado.

—Son invención de un alemán —significo Harriet.

Sonó tan reverente como si todos los descendientes de alemanes desperdigados por el mundo, incluidos ella misma y el señor Levi Strauss, fuesen primos carnales del káiser Guillermo.

—Observe que llevan unos remaches en los bolsillos para impedir que se desgarren —continuó con las alabanzas.

—Me quedo con éstos —decidió la mujer calculando los remiendos que le evitarían aquellos remaches.

Una vez atendidas, las mujeres abandonaron la tienda dejando tras ellas un plácido silencio. Harriet reparó en la presencia del desconocido. Tenía el aspecto de un hombre de ciudad.

—¿Qué se le ofrece? —preguntó solícita.

—La señorita Keller imagino. Permita que me presente: Rice McNabb —dijo tendiéndole la mano—. Me encuentro de paso. Tal vez haya oído hablar de mi sobrina, _______ Jonas.

—La conozco, pero no suele venir mucho por el pueblo —Harriet le estrechó la mano estudiando sus ojos diminutos—. Si desea verla, es probable que la encuentre en su rancho.

—Solo quería saber si se había adaptado a su nueva vida en el campo.

Harriet se entretuvo en ordenar el mostrador sin hacerle demasiado caso.

—Tengo entendido que usted estuvo prometida al señor Jonas.

—Cierto es que me propuso matrimonio —dijo con una mirada altanera—. Aún no entiendo cómo tuvo la descabellada idea de pensar que yo aceptaría.

—Salta a la vista que usted es una auténtica dama —comentó con tono cómplice.

—Resulta muy halagador tener a un hombre siempre detrás. Pero, como podrá comprender, le respondí que no entraba en mis planes casarme con un vaquero.

—Conociéndolo, imagino que su negativa no fue muy bien recibida. Es usted muy hermosa.

—Y usted un perfecto adulador, señor McNabb —añadió con una lenta y estudiada caída de pestañas—. No, no aceptó bien la negativa. Es un hombre poco acostumbrado a que le lleven la contraria.

—Me han dicho…

—La gente habla demasiado —advirtió con ojos entornados.

—Dicen que usted le planteó que se deshiciese de sus tierras.

—Lo hice —confesó—. Pero se negó a venderlas. Allá él.

—Por suerte para el señor Jonas, ha encontrado una mujer dispuesta a pasar su vida rodeada de ganado.

Harriet apretó la mandíbula pensativa. Tan solo hubiese sido necesario esperar un poco más de tiempo. Solo y despechado, Nick habría acabado claudicando y vendiendo el rancho. Y ahora aparecía esa estúpida mujer dispuesta a echar al traste todos sus planes.

—Piense una cosa, señorita Keller. Si mi sobrina lo abandonara, supondría un nuevo golpe para su orgullo. Seguro que acabaría vendiendo las tierras. Puede que entonces decidiera regresar ante usted con los bolsillos llenos de dinero.

—Olvida que es un hombre casado.
—Con sus encantos, no creo que le costara nada seducirlo y convencerlo para que anulara el matrimonio.

Harriet no se ofendió por el comentario; al contrario, lo consideró un elogio.

—¿Qué le hace suponer que yo estarla dispuesta a seducir a un hombre casado? ¿Y qué hay de su sobrina? Déjese de rodeos, señor McNabb. Hable claro.

—Si ese matrimonio se deshiciese, usted ganaría un marido rico. Ese rancho es uno de los más grandes del Estado, vale una fortuna. Y mi sobrina se vería obligada a volver a casa.

—¿Qué gana usted con todo esto?

—Parece ser que _______ no está tan desamparada. Una vez se haga cargo de sus bienes, sería el momento de reclamar mi papel como tutor legal. Yo la ayudaría a administrar su patrimonio.

—Ya veo —dijo con intención de acabar la conversación—. Señor McNabb, lo que me propone es un disparate y no tengo ganas de perder el tiempo. Buenos días.

—Piénselo, señorita —concluyó despidiéndose con una inclinación de cabeza—. Hay mucho dinero en juego. Pregunte por mí en Kiowa Crossing si cambia de parecer.

Harriet, una vez a solas, recapacitó sobre la situación. Así que la señora Jonas se acababa de convertir en heredera. ¡Al diablo con ella! Lo importante era conseguir que Nick Jonas vendiese el rancho. Sería una auténtica delicia lucirse colgada de su brazo. ¡Era tan atractivo! Con un traje elegante y fortuna en el banco, sería el sueño de cualquier mujer. Y se la llevaría de allí, tal vez al Este. Cuanto más lejos, mejor.

Quizá debió ser menos puritana y dejarse vencer en el juego del tira y afloja. Tampoco habría sido la solución con un hombre como él, mujeres de ese tipo le sobraban. Pero no ahora. Era el tipo de hombre tan estúpidamente honesto como para mantenerse fiel a su esposa.

Mejor olvidar el asunto. No sería tarea fácil conquistar a Nick Jonas y mucho menos después de haberlo humillado. En cuanto a su querida esposa, si había elegido convertirse en una esclava, no sería Harriet Keller quien le impidiese disfrutar de ello.

Dama de TrébolesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora