Capítulo uno

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Tenía quince años cuando por fin comprendí que lo que me pasaba no era una etapa. Había esperado tres años (desde los doce, más o menos) que esos sentimientos desaparecieran. Nunca lo hicieron. Cada día que pasaba se volvían más fuertes.

Fue una tarde de verano, una tarde muy parecida a esta. Yo estaba acá, en este mismo balcón. Y abajo, en el jardín, Melody y Tommy bailaban al compás de una canción de Britney Spears.

Recuerdo que Melody tenía puesta una bikini azul. Cuando mamá vio que el traje de baño de su mejor amigo también era azul, les preguntó sonriente si se habían puesto de acuerdo para vestirse del mismo color. Por aquellos tiempos mamá todavía sonreía.

También recuerdo que en el jardín estaba mi abuelo. Antes, cuando él podía caminar sin bastón, nos visitaba todos los sábados y nos traía facturas de Las Violetas.

Recuerdo que yo estaba apoyado en la baranda del balcón, que de repente clavé los ojos en Tommy... y que tuve la terrible seguridad de que me gustaba. De que no me había dejado de gustar desde los doce años, cuando lo vi por primera vez bailando sobre el escenario del teatro del barrio, junto a mi hermana, disfrazado de marinero. De que Britney tenía razón: lo miraba como si fuera el único chico del mundo.

Ahora, la sensación de déjà vu me sacudía como un relámpago.

La ola de calor por fin había amainado. Habíamos pasado diez días agobiantes en los que la temperatura no había bajado de los treinta y cinco grados. Muchos barrios de Buenos Aires sufrieron falta de energía eléctrica y habíamos tenido que usar el aire acondicionado con prudencia. Si los prendíamos todos, nos quedábamos a oscuras. Sultán, nuestro golden retriever, se pasaba las horas de calor echado bocabajo sobre el frío suelo de la cocina, en busca de un poco de frescura.

El jardín era una pena. El pasto, en donde estaban recostados Tommy y Melody, se había achicharrado y muchas plantas y arbustos de mi mamá, antes frondosos y floridos, ahora estaban secos y mustios, sin color ni brillo. Solo las alegrías del hogar habían sobrevivido.

Hoy, Melody tenía puesta una bikini roja más provocativa y Tommy un traje de baño negro y verde. No bailaban, solo tomaban sol y escuchaban música desde algún celular.

Los contemplé durante un largo rato, tal como aquel día. El cuerpo de mi hermana estaba más desarrollado y Tommy, más alto pero igual de flaco.

Tomás era lo que la gente suele llamar un chico afeminado. Una loca, despectivamente. Y estaba seguro de que era gay, aunque no se lo había preguntado. Fue por causa de Tommy que descubrí que mi padre era homofóbico. Todo el tiempo hacía chistes de gays, sin siquiera sospechar lo mucho que me lastimaban sus palabras. Tommy era motivo de burla para él: se reía de que fuera el único alumno varón de las clases de jazz, de su voz aflautada (que le cambió tarde), de sus maneras femeninas.

No dejaba de preguntarme qué pensaría mi padre si se enteraba de que yo amaba todo lo que él detestaba.

—Seis años —susurré, contemplándolo allí sobre el pasto—. Seis años hace que te quiero.

Y, como si me hubiera oído (imposible, estábamos muy lejos), mi amor se irguió, estiró los brazos y alzó la cabeza hacia mí. Me saludó con la mano, sonriendo, y no pude hacer más que suspirar.

Entré en mi habitación, me saqué la remera, los jeans, la ropa interior, me puse un traje de baño y agarré la cámara. Salí al pasillo, bajé las escaleras, atravesé la sala como una exhalación, la cocina, y salí al jardín.

—¿Todo bien, Maxi? —exclamó Tommy.

—Muy bien.

Lo saludé con un beso en la mejilla y Melody me dirigió una mirada curiosa: con mis amigos nos saludábamos chocando los puños. A veces, una palmada en la espalda. Pero nunca besos. Qué importaba. Hacía tanto que no los veía que hasta dudaba de si seguir llamándolos amigos.

Mi cielo al revés (terminada)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora