Nuestro primer encuentro con el continente europeo fue tan ingenuo como la improvisada frontera por la que entramos. Frontera con casi todas las comillas del mundo, porque esa línea divisoria que separa los chipres del norte y del sur (la "línea verde", como le llaman acá), se puede cruzar sin sello alguno, y silbando bajito puede que los oficiales ni miren tu pasaporte. Por más irrisoria que parezca esa línea verde que divide Asia de Europa, en realidad no deja de ser motivo de preocupación para los chipriotas: los del norte, huérfanos de una identidad nacional y alienados de las Naciones Unidas, solo son reconocidos por Turquía; los del sur, descontentos, reclaman la devolución de la casa tomada. Es que en Chipre estuvieron los británicos, y claro, donde estuvieron los piratas hay problemas. Quizás te suene de otras novelas como Israel-Palestina o Jammu y Kashmir. Pero no hablemos de cosas lúgubres ahora que finalmente llegamos a lo que la leyenda urbana llama "primer mundo". Las casas de té ahora son McDonald's y Starbucks, la plata dura un poco más que la sonrisa de la gente y claro, a veces te miran con más desconfianza.
—Amor, ya llevamos viajando dos años y medio —me dijo Tomás esa noche, la primera que pasamos en Chipre, con sus ojos miel atravesados por la luz del celular.
Miraba el calendario, ese conjunto de días y meses que aprendimos a desarmar como un rompecabezas, a reinventar, a olvidar (¡el Año Nuevo nos sorprendió en Kurdistán, que visitamos en el año 1396, dado el calendario solar iraní!). Miraba el calendario, las fotos, los mensajes, los amigos conocidos, los paisajes dejados atrás, los que nos habría gustado traer con nosotros, metérnoslos en los bolsillos.
Yo sabía que cuando Tomás dijera algo así, sería porque el viaje se habría acabado. Y me sentía igual. Me estaba ganando la melancolía. Cada vez me costaba más sonreír. No digo que estuviera triste, ¡para nada! Cada día era una aventura, un milagro, un cielo tan igual y tan distinto como los de Buenos Aires.
Y con la melancolía, llegó el miedo. Porque sabía que, en cuanto nuestras familias acabaran de felicitarnos, de ver las fotos, de abrazarnos, de ver las fotos de nuevo... en cuanto le bajaran las burbujas a la emoción, nos preguntarían ¿y ahora qué?
Tengo veintitrés años.
Tomás, casi veintiuno.
¿Y ahora qué?
Bajo estos innumerables cielos recorridos (diría días o meses o años, pero ¡ay, los calendarios!)... bajo estos cielos (diurnos, nocturnos, pintados de amanecer, disfrazados de alba), descubrí que hay algo que no me gusta, algo que me incomoda, que me molesta, que no soporto, que no tolero, que me da bronca, furia, rabia, ganas de sacudir a la gente por los hombros y gritarles: ¡despertate!
No sabía bien qué era, no podía ponerle nombre.
Quizá no lo tenga.
Diría que es indiferencia. Pero la indiferencia no es pura, no se vende en los mercados (ni siquiera en las calles de Delhi). No podés pedir en el almacén dame un frasquito de indiferencia.
Creo que el año pasado ya había tomado la decisión, incluso sin darme cuenta. Cuando vuelva a Buenos Aires, voy a retomar Derecho. Pero no cursaré las mismas materias que cursó mi padre, no conoceré a sus profesores (los que sigan allí), no leeré los mismos libros, no asistiré a las mismas conferencias. Porque no quiero leer de números, ni de propiedades, ni de desalojos. No quiero tratar con arquitectos o ingenieros o contadores.
Quiero especializarme en Derechos Humanos. En particular, en los derechos de las personas como Turquesa, que día a día son despreciadas, humilladas, vejadas, ultrajadas, asesinadas. Personas como Turquesa. Y como yo. Y como Tomás.
—Ya lo sabía —dijo él aquella noche, estirándose sobre la cama como un gato—. Lo supe desde siempre. Pero tenías que darte cuenta solo.
No fui el único que se descubrió a sí mismo en estos miles de kilómetros recorridos. Tomás aprendió nuevas danzas, bailó en calles de tierra, sorprendió a gente que nunca había visto bailar a un hombre. Para mi deleite personal, le agarró gusto a las danzas orientales y tomó clases de raks sharki en varias ciudades. Un detalle: la profesión de bailarín sigue bastante estigmatizada en los países árabes, ya que antiguamente los bailarines (y los intérpretes y los músicos) eran esclavos. Por otro lado, Melody se muere de sana envidia cada vez que recibe algún video de Tomás sacudiendo las caderas. Tenés que dar un seminario cuando vuelvan, nene, insiste todo el tiempo. Imaginate: pongo que aprendiste a bailar en Oriente, se me llena el estudio!!!
La frase que todos repiten: cuando vuelvan.
Cuando vuelvan, cuando vuelvan, cuando vuelvan...
A veces me pregunto si queremos volver.
—¿Amor, querés volver?
Un suspiro.
—Bulgaria y volvemos.
—Dale.
Una carcajada. Y un beso.
¿Cómo serán los cielos de Bulgaria?
No digo nada, pero antes quisiera pasar por Macedonia.
Paphos, Chipre
***************
Chicos y chicas, este es el final.
Desde principios de noviembre del año pasado hasta hoy... seis meses pasaron! Gracias por acompañarme durante estos seis hermosos meses :) De verdad, lo pasé muy bien escribiendo esta historia, haciéndole promoción, leyendo y contestando sus comentarios, que siempre me arrancan una sonrisa.
Como ven, Tommy y Maxi pasaron dos años y medio viajando (tuvieron que esperar que Tommy cumpliera 18, en febrero) y recorrieron decenas y decenas de ciudades y pueblos. Nuevamente, les agradezco a Ayelén y a Eric por dejarme usar su diario de viaje y sus fotos.
Bueno, cuéntenme :D Quisiera, si quieren, pueden y tienen ganas, que me digan qué les gustó de la historia, qué no, sus impresiones... En fin, lo que quieran contarme.
De nuevo, gracias por estos meses!!!
Se les quiere mucho y los espero en mis otras novelas ;)
Sofi Olguín
Sábado 6 de mayo de 2017.
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Mi cielo al revés (terminada)
RomanceMaximiliano está cansado de guardar secretos. Tiene bastantes, pero hay dos que últimamente le quitan el sueño. El primero: es gay y está enamorado de Tommy, el mejor amigo de su hermana. El segundo: no quiere ser abogado como su hermano, su padre y...