Capítulo tres

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—Hola, Maxi.

Lo saludé con un beso; un chasquido suave se oyó cuando mis labios chocaron contra su mejilla.

—Hola, Tommy. ¿Todo bien? —Sonreí y me incliné hacia él. Me miró inquieto—. ¿Tenés los ojos pintados?

—Sí...

Tenía el párpado inferior delineado y un poco de sombra negra en el superior.

—Te queda lindo. Me gusta.

Sus hombros se sacudieron con su risa. Deslicé la vista por su cuerpo y me detuve en la piel que la musculosa le dejaba al descubierto. Fruncí las cejas. ¿Acaso se le notaban las costillas?

—¿Cómo está Mel?

Arranqué el auto.

—Bien, fue con el viejo a ver a Lali.

Crucé las vías del tren y tomamos Triunvirato. Siguió un silencio incómodo. A pesar de que era tarde, el centro del barrio todavía estaba lleno de gente. La débil frescura de la noche arrastraba a las personas hacia las plazas y las heladerías.

—¿Cenaste? —le pregunté.

—Sí.

—Qué lástima. Llegué temprano para invitarte a cenar. —Chasqueé la lengua, medio en broma, medio en serio.

Lo vi arañarse los muslos de puros nervios. Me causaba gracia que fuera tan tímido, cuando arriba del escenario me parecía una persona completamente diferente. Tommy era sensual, provocativo y hasta descarado. Eso era lo que me había llamado la atención hacía años, lo que siempre disfrutaba de él en los shows. Yo, que lo había visto disfrazado de chica en una comedia musical, ahora lo tenía ahí, en mi auto, callado y muerto de miedo.

—¿Querés tomar un helado? —le ofrecí cuando pasamos por una de las heladerías más antiguas del barrio, la Italia, uno de los pocos negocios que recordaba de mi infancia.

Era cierto, pensaba mientras acomodaba el auto entre un taxi y una moto. Mi niñez estaba repleta de recuerdos de esta heladería. Casi podía ver a mi abuela ahí, sentada en un sillón, con su largo vestido floreado y un cucurucho de chocolate en la mano.

No había muchas personas. Estábamos a fin de mes y era la heladería más cara del barrio. Mi padre me había enseñado a advertir la falta de dinero en esos detalles. Cuando veía un restaurante elegante vacío, sonreía con suficiencia y decía cómo se nota que estamos a fin de mes. Y entraba en el restaurante, por supuesto, para que todos supieran que él tenía dinero siempre, sin importar la fecha que marcara el calendario.

—Elegí el que quieras —le dije cuando nos paramos frente al cartel de los tamaños y los precios.

Se quedó mirando el cartel como si estuviera escrito en chino.

—Cualquiera. —Y se encogió de hombros—. El que quieras vos.

—No, elegí, dale.

—El de veinticinco.

El vasito de veinticinco pesos era el más chiquito, el más barato. Comprendí. Creía que tendría que pagarlo él. No supe qué hacer. Era una situación tan tonta, tan ridícula.

—Te pido dos cucuruchos de cuarenta, por favor —le dije al empleado de la caja, pasándole un billete de cien.

Pedí crema del cielo y dulce de leche granizado. Tommy pidió frutilla y limón al agua. Me sorprendí, porque jamás habría pensado que iba a elegir unos sabores tan aburridos, tan comunes. Tan humildes.

Mi cielo al revés (terminada)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora