Capítulo diecisiete

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Nunca me voy a olvidar de este día, pensé mientras salía del pabellón de terapia intensiva por las mismas puertas batientes por las que habíamos entrado. Un hombre fumaba, oculto detrás de un árbol, y un gato pasó corriendo por el césped reseco y se ocultó entre unos arbustos. En el cielo, algún fuego artificial rezagado estallaba de vez en cuando.

Si esto es una pesadilla, por favor, que se acabe.

Pero no lo era. Tropecé en el escalón y me doblé apenas el pie y sentí dolor, y ese dolor, ese impacto, significaba que no estaba soñando. Esto era la maldita realidad.

Caminé por el callejón asfaltado y le pregunté a un médico que pasaba dónde estaba el buffet. Me señaló una humilde casilla prefabricada y le di las gracias. Pero el buffet estaba cerrado y recordé que, claro, era Navidad. Y era la una de la madrugada, además. Me dejé caer sobre un banco de piedra y me agarré la cabeza. Estaba sobrepasado.

Listo, basta, ya no aguanto más.

Me había fumado un porro mientras Turquesa agonizaba. Tommy y yo habíamos tenido sexo toda la tarde, sin saber que nuestra amiga se estaba muriendo. Y también había bailado y me había emborrachado mientras mi abuelo moría en el sofá, enfrente del televisor...

Me puse de pie y caminé sin rumbo por los callejones asfaltados del interior del hospital. No sé qué pensaba encontrar. Tal vez solo quería perderme. De repente, me di cuenta de lo cansado que estaba, tanto física como mentalmente. Descubrí, también que sentía otro tipo de cansancio. Un cansancio espiritual, difícil de explicar. Sentía que me pesaba la existencia, que vivir dolía, que quería encerrarme en mi departamento y quedarme allí para siempre. Para no ver más cosas malas, para no conocer a nadie que me hiciera sufrir, para no pensar más que mi cómoda vida era injusta porque mi padre (y mi abuelo, no pecaba de ingenuo) había hecho su fortuna a costas de la pobreza de otros...

Pero si no salía más... ¿Cómo haría para ver a Tommy?

Llegué a la capilla del hospital. Allí estaba, la tentación de suplicarle a Dios por Turquesa. El deseo de creer en alguna fuerza superior a la humana, una fuerza que pudiera derrotar a la maldad de Emilio. La puerta estaba entreabierta, así que entré.

Era pequeña, apenas un poco más grande que mi habitación. Dos hileras de bancos de madera se disponían frente al altar, dejando el correspondiente espacio en el medio. La luz roja, esa lucecita que supuestamente indica la presencia de Dios, estaba encendida. A mi derecha estaba el árbol de Navidad y a su lado, el pesebre. Aún no habían colocado al Niño Jesús.

Recordé las tardes en que visitaba la iglesia del barrio con mi abuelo. Me gustaba meter las manos en las fuentes de agua bendita y dibujarme con el dedo mojado una cruz en la frente. Si no había nadie cerca, mi abuelo me decía que no hiciera eso, que mucha gente metía la mano ahí. Yo no entendía que había de malo en eso y tardé varios años en darme cuenta de que en realidad quería decirme que el agua bendita estaba sucia, llena de los gérmenes de los cientos de manos que se sumergían allí. Y que no se animaba a hacerlo porque siempre había alguna persona al nuestro alrededor.

Pero en esta pequeña capilla no había fuente de agua bendita.

Esta vez no podía dibujarme ninguna cruz en la frente.

Caminé, rodeando el salón. Como en todas las iglesias, imágenes del vía crucis mostraban los momentos previos a la muerte de Jesús. ¿Qué había de magnífico en celebrar una muerte?

No pude llegar a la crucifixión. Imaginé a Turquesa golpeada por un hombre que supuestamente la había amado, sufriendo el dolor, la agonía...

—Por favor —supliqué—, que no se muera.

Mi cielo al revés (terminada)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora