Capítulo dos

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Nunca iba en auto a visitar al abuelo, siempre iba caminando. Como fotógrafo aficionado, me gustaba apreciar todos los cambios que sufrían esas veinte cuadras con el paso del tiempo. Me habría gustado documentar el rojo furioso de las flores de la plaza, o el canto de los pájaros al mediodía, o la quietud de las tardes de verano, cuando todo el mundo duerme la siesta. Ese local de la esquina de la plaza, el que tenía el cartel de se alquila, en los pasados diez años había sido un kiosco, una panchería, un negocio de ropa deportiva y un petshop. No sabía lo que había ocurrido con los demás negocios, pero el petshop había cerrado por las reiteradas denuncias de los vecinos, que afirmaban que allí drogaban a los perros para bañarlos y cortarles el pelo.

Y la iglesia, ¿cómo había cambiado la iglesia? Había sido de color blanco, de color verde agua y ahora era de un débil amarillo, casi té con leche. Y habían construido en la entrada un espacio en donde las personas podían colocar placas con los nombres de sus muertos. Mi papá decía que solo era una maniobra para sacarle plata a la gente religiosa. En eso estaba de acuerdo con él. Una de las pocas cosas que me gustaban de mi papá era su acérrimo ateísmo. En eso siempre había chocado con mi abuelo.

Cuando mi abuela murió, mi abuelo vendió su casa y se mudó a un pequeño y bonito departamento. Tenía una señora que le cocinaba y le hacía las tareas del hogar, pero él todavía insistía en ir a hacer las compras por su cuenta. Mi papá le criticaba a mi abuelo, más que su terquedad, el hecho de que se hubiera mudado a un sitio tan poco glamoroso. ¡Si había montones de edificios nuevos por el barrio! El edificio de mi abuelo tenía cinco pisos y la pintura de la fachada estaba un poco descascarada. No había canteros con flores en la entrada, ni sillones en el hall para sentarse a esperar. Tampoco había cámara de seguridad, pero el encargado era atento y esa tarde me reconoció en cuanto me vio.

—Subí, Maxi, antes de que tu abuelo se tire del balcón para bajar a abrirte —Y se rió.

Le agradecí y entré. Un chico alto y de ojos claros con un piercing en la nariz salió del ascensor llevando un perrito en brazos.

—Hola —me saludó por pura educación, porque no nos conocíamos.

Hola, bombón, pensé con una sonrisita, cerrando las puertas del ascensor. Y mientras apretaba el botón del quinto piso, me miré en el espejo. Me había dejado crecer un poquito la barba y me gustaba el resultado. Me hacía ver más maduro. Había heredado absolutamente todos los rasgos de mi papá: su pelo castaño y lacio, sus ojos cafés, su nariz con el puente levemente desviado, el hoyuelo del mentón. Cuando era chico, todos me decían que era igual a mi papá y nunca les creía. Sin embargo, me gustaba que me lo dijeran. Me parecía el mejor de los elogios. Ahora, a los dieciocho años, era el peor insulto que habrían podido dedicarme.

No quería parecerme a un hombre que le ponía los cuernos a su mujer, hacía comentarios homofóbicos acerca del mejor amigo de su hija y les llenaba la cabeza a sus hijos para que estudiaran carreras que detestaban.

—¿Maxi? ¿Cómo estás, hijo? —Sí, nuestro abuelo siempre nos llamaba hijos—. ¿No vino Melody con vos?

Odié el brillo que se apagó de sus ojos al verme solo, sin mi hermana. Siempre guardaba la esperanza de verla aparecer detrás de mí, a pesar de que sabía que yo siempre venía solo. Y odié, también, contemplarlo y darme cuenta de que, a pesar de que había pasado solo una semana desde la última vez que lo había visto, mi abuelo estaba más viejo. Dicen que la vejez llega rápido. Y es verdad.

Mi abuelo se quejó de lo de siempre: que no le tocara el portero eléctrico para que bajara él mismo a abrirme la puerta. Que le hacía bien caminar para estirar las piernas. Yo sabía que tenía razón, pero también sabía que cada vez estirar las piernas le costaba más. Era tan contradictorio.

Mi cielo al revés (terminada)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora