Capítulo once

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 Tuve que cruzar de vuelta el puente San Martín e interceptar a varias personas para lograr encontrar la peluquería de Turquesa. Se ubicaba entre una panadería y un locutorio, a cuatro cuadras del Polideportivo Costa Rica. Me paré en la puerta y la vi. Estaba tiñéndole el pelo a una señora mayor y ambas se reían animadas, como si el mundo fuera realmente un lugar agradable donde vivir.

Empujé la puerta y un sonido de cristales acariciándose (la puerta tenía un llamador de ángeles como el de mi hermana) acompañó mi entrada. Bastante gay, sí.

Turquesa se volvió y me miró sorprendida. Le sonreí.

—¡Maxi! ¿Qué hace mi abogado favorito por acá?

—¿Conocés muchos abogados? Mirá que me voy a poner celoso, eh.

Abandonó la cabeza de la señora, dejó el pincel sobre una mesita, se acercó y me dio un abrazo, cuidando de no tocarme con sus manos enguantadas embadurnadas de tintura rubia.

—Bien, diosa. Pero lo de abogado no va más.

Y le conté todo. Absolutamente todo. Le dije que mi abuelo me había dejado el dinero suficiente como para vivir cómodamente con mi futuro marido por un buen rato. Cuando le dije la cantidad de dinero que me había dejado, se tocó el pecho y fingió desmayarse.

Sonó el teléfono. Turquesa respondió, pero quien estaba detrás de la línea no debía ser alguien muy querido porque mi amiga se giró y masculló en voz baja dejame de joder, pedazo de hijo de puta. La señora seguramente estaba algo sorda, porque no escuchó nada.

No era muy grande ni muy ostentosa la peluquería de mi amiga. Además de las dos sillas y los dos grandes espejos, solo había un pequeño sofá de color fucsia y una mesita ratona con revistas de moda. En el mostrador había una banderita del orgullo al lado de un cuadrito con la foto de Eva Perón.

—La pucha que tiene guita tu familia, querida. —dijo—. ¿Qué vas hacer con tanta plata?

—No sé todavía.

No quise decirle que no me parecía tanta plata.

—¡No sabés! —gritó con una carcajada—. No sabe —dijo volviendo a la cabeza de la señora—. Si yo tuviera toda esa guita ya me habría ido a vivir al Caribe.

Irse a vivir al Caribe, no era una mala idea. Tampoco quise decirle que con ese dinero no le alcanzaría para irse a vivir al Caribe. O tal vez no me alcanzaría a mí, que tenía un estilo de vida más.... Qué sé yo.

Turquesa terminó de teñirle el pelo a la señora y nos quedamos solos en la peluquería. Se quitó los guantes descartables, los arrojó a un cesto y se lavó las manos.

—¿Entonces? ¿No pensás volver a tu casa?

Se sentó al lado mío en el sofá fucsia.

—No sé, por ahora no.

Me apoyó una mano en la rodilla, suspiró y me dijo:

—Mirá, Maxi. Tomá lo que te voy a decir como un consejo de alguien que tiene un par de años más que vos, que también tuvo que irse de su casa y que me parece que sufrió mucho más que vos. —Apoyé mi mano sobre la suya, en señal de que aceptaba su consejo incluso sin haberlo escuchado—. No te vayas de tu casa de esa forma. Ojo, no te estoy diciendo que vuelvas. Tu papá... Me parece que simplemente es ignorante. Además, creo que el asunto lo tomó por sorpresa. Dale tiempo. Si ves que no podés estar más en tu casa, tal vez te tengas que ir definitivamente. Pero no te vayas de mala manera. Intentá hablar con ellos, que te comprendan y comprenderlos, hasta donde se pueda. ¿Me entendés?

Mi cielo al revés (terminada)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora