Capítulo cuatro

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Mi padre podía ser un esnob en muchos aspectos, pero para él los únicos abogados, médicos o ingenieros decentes eran los de la Universidad de Buenos Aires. Gustosísimo habría apoyado cualquier política para privatizarla solo para poder pagar por mi educación universitaria y colocarme por encima de los que estudiaban en la universidad pública por necesidad y haciendo malabares para acomodar sus materias con su trabajo y el resto de su vida.

Ese primer día de clases en la Facultad de Derecho, salí del edificio completamente amargado.

La Plaza Houssey estaba llena jóvenes que leían, charlaban o tomaban mate al sol. Lamenté no haber llevado mi cámara. De buena gana habría intentado quitarme la tristeza fotografiando gente. Un hippie de rastas hacía pulseras con mostacillas. Sus manos se movían a una velocidad impresionante. Torcía el alambre, metía bolitas y canutillos, agarraba el alicate, cortaba, cometía más canutillos... Ese hippie con pinta zaparrastrosa que transpiraba bajo el sol parecía más feliz que yo.

—¿Me podrás tirar a casa, Maxi? —me dijo Fabricio.

Habíamos sido compañeros en el CBC y el año pasado habíamos cursado juntos las primeras materias de Derecho. Fabo tenía mi edad y era de una familia de clase media baja. Y en verdad estaba enamorado de la carrera. Le envidiaba ese entusiasmo que sentía cuando los profesores nos contaban sus propias experiencias como abogados. Fabricio era de estatura media, pelo castaño y tenía unos ojos verdes hermosos. Al principio había pensado que era gay y hasta intenté tirarle onda, pero me había equivocado. Simplemente era uno de esos chicos que son copados con todo el mundo. Tenía novia y estaba absolutamente muerto con ella.

—No puedo —le dije—. Voy a visitar a mi hermano, que hace un montón que no lo veo. Perdoname.

—No importa, chabón. No te hagas drama. Me tomo el colectivo, porque el subte está carísimo.

Le sonreí, incómodo. No tenía idea de cuánto estaba el subte. No recordaba la última vez que me había subido a un transporte público. Nos saludamos con un breve abrazo y Fabricio cruzó la calle y emprendió camino por Córdoba. Yo atravesé la plaza para ir a buscar mi auto al estacionamiento.

Mi hermano vivía en Recoleta, en un piso de la calle Paraguay, justo enfrente de un parque. Esa fue la condición que le puso su mujer para mudarse a Capital (ella había nacido y crecido en San Isidro): que se mudaran a un departamento que estuviera enfrente de una plaza o un parque. Y Javier, que siempre le había cumplido hasta el último de los caprichos, no tuvo problema en concederle su deseo.

Estacioné el auto y me crucé a una panadería para comprar alguna torta. Josefina, la mujer de Javier, no concebía que alguien pudiera llegar de visita a una casa sin llevar un obsequio. Elegí una torta de ricota con dulce de leche.

Como siempre había vivido en casa, los departamentos (principalmente los elegantes) me mareaban. No entendía cómo algunos pisos y semipisos podían tener dos puertas de entrada, tener salidas traseras y ese tipo de cosas.

—Hola, Maxi, ¿cómo estás? —me saludó Josefina cuando me abrió la puerta. Sus ojos almendrados contemplaron el paquete de la panadería con aprobación—. ¿Qué es eso? Ay, amor, no te hubieras molestado...

Sí, claro.

Subimos. Siempre me había dado un poco de miedo el hecho de abrir la puerta del ascensor (una de las puertas) y encontrarme de frente con el salón del departamento de Javier. Era tan raro.

—¿Todo bien, Jose?

Josefina era una de esas mujeres que gustan de la vida sana, la naturaleza, el yoga y la comida vegana a pesar de no ser veganas. Vestía un solero hindú y unas sandalias de cuero muy poco amigas de la vida animal.

Mi cielo al revés (terminada)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora