Capítulo dieciséis

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Si lo decís en serio, voy para allá. En mi casa se pudrió todo.

Tommy contestó al toque: Venite, dale, amor.

Me subí al auto y manejé hasta la plaza. Mi papá tenía razón: estaba borracho. En la calle no había un alma. Todos estaban en sus casas, cenando, festejando. Me di cuenta de que transpiraba y encendí el aire. Me di cuenta de que los helados se derretirían y me mancharían el asiento y no supe qué hacer. Miré por la ventanilla. La plaza estaba cercada hacía años, pero una reja estaba rota y un par de vagabundos habían entrado. Estaban acostados en un banco de piedra, uno bebía de un cartón de vino barato. Agarré un pote de helado y salí del auto hacia el calor de la calle.

Me deslicé por la reja rota hacia el interior de la plaza. Tenía recuerdos estancados en cada uno de sus rincones: las hamacas, los areneros, el monumento donde jugábamos a los Power Rangers.

Los vagabundos olían mal, muy mal. Eran dos viejos y estaban sucios, parecía que se habían sumergido en una pileta de cenizas.

—Hola, ¿quieren helado? —les dije, alargándoles el pote.

Uno de ellos abrió los ojos y me enfocó con dificultad. Sus ojos eran lo único que parecían tener vida en su cara. Quizá no eran tan viejos, porque sus mugrientas y enredadas barbas les tapaban el rostro. El vagabundo se irguió y agarró la bolsita con precaución, como si pensara que le iba hacer algo. Luego inclinó un poco la cabeza y dijo con una voz rasposa:

—Gracias, señor.

Le sonreí. ¿Y ahora qué? El hombre se inclinó hacia su amigo y lo sacudió suavemente por un hombro.

—Taco —le dijo—. Taco, despertate.

Entonces, hizo algo que... no sé, me agujereó. Abrió algo adentro mío, algo que no pudo volver a cerrarse. El vagabundo le dio una cachetada suave a su compañero y luego, la acarició con ternura. Y yo reconocí ese gesto.

—Taquito, mirá, nos regalaron helado. —Y agregó con una risa, dirigiéndose a mí—: Está repasado.

Y esta vez no pude sonreírle. Le dije chau, cuidate, Feliz Navidad... y caminé hasta la reja tambaleándome. Cuando entré en el auto, me largué a llorar a los gritos. Me agarré la cabeza, me tironeé del pelo, le di un puñetazo al asiento.

Eran gays. Esos dos vagabundos que dormían en la plaza, que olían a pis y a vino, que estaban desmayados por el alcohol y la droga... esos dos hombres eran gays. Me limpié la cara con la mano y puse el auto en marcha.

¿Cuántos?, me pregunté, ¿cuántas personas gays, lesbianas, transexuales, vivían en la calle? Me acordé de Turquesa, de las travestis de Constitución, que vivían en pensiones miserables y se inyectaban en los pechos aceite de avión, en su desesperado intento de tener el cuerpo que les correspondía.

Estoy abajo, le escribí a Tommy.

Y sí, estaba abajo, abajísimo.

Cuando me vio, Tommy se asustó. Pensó que me habían robado. Entramos al edificio y nos sentamos en las escaleras. Le conté todo. Desde el insulto de mi primo hasta el olor de los vagabundos. Se quedó serio, callado, también conmocionado por lo que le acababa de contar.

—A veces los veo —susurró—. Una vez los vi abrazados...

Apoyé la cabeza en su hombro. Me pesaba. Tommy me acarició el pelo mientras sollozaba en silencio, rodeados por la oscuridad.

—Sos muy sensible —dijo por fin.

—¿Eh?

—Que sos una persona muy sensible. No sé, a veces siento que las cosas te afectan más que a los demás.

Mi cielo al revés (terminada)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora