Entretiempo

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Eran las siete o las ocho de la noche de un jueves de octubre y estaba escuchando Delain a todo volumen mientras pagaba los servicios por Home Banking. Me parecía curioso que no hubiera tanta diferencia entre lo que se gastaba en mi antigua casa y en ese departamento tan pequeño. En el aparador de la sala había encontrado las facturas viejas, que mi abuelo siempre le hacía pagar a Gloria en el Rapipago de la lotería de enfrente. Ahora nos habíamos modernizado, pensé estirándome sobre el sofá, mientras se me debitaba el dinero de Telecom.

Cuando We Are the Others terminó, oí que alguien golpeaba la puerta.

Raro. Era tarde. César, el encargado del edificio, ya había sacado la basura a la calle (lo había escuchado abrir el cuartito, y subir y bajar en el ascensor) y ya había terminado sus tareas del día. Seguramente estaba en la puerta de entrada, fingiendo que limpiaba y chismoseando con las viejas.

Observé por la mirilla. Era Tommy.

César lo dejó subir, pensé. Y luego: uy, ya sabe que soy puto.

—¿Qué es esta cosa tan linda que ven mis ojos? —dije mientras abría la puerta.

Tommy se rio y me miró divertido.

—¿Estás fumado? —preguntó abrazándome por la cintura. Nos besamos y cerré la puerta detrás de él.

—No, pero podemos fumarnos uno si querés.

Se rio más y arrojó la mochila al sofá. Estaba transpirado, recién salido de danza. Vestía unos pantalones deportivos grises, las Nike Air que le había regalado hacía unas semanas, una camiseta de mangas largas azul y una bandana negra en la cabeza, que se ponía para que el pelo no le tapara la cara. Se había echado desodorante encima del sudor y su cuerpo olía a mezcla. Se sentó en el sofá y se sonó el cuello. Me gustaba que se sintiera cómodo en mi casa, que no anduviera pidiendo permiso para todo, como siempre sucedía en la residencia Del Ponte.

—¿Qué hacías? —preguntó mirando la notebook, en la mesita ratona.

—Nada. Viendo mi plazo fijo. Y pagando los servicios.

—Un señor de negocios... —susurró, y algo en su voz me llamó la atención. No sé, un dejo suave en la forma en que había pronunciado la ese... O tal vez algo en su mirada, en sus ojos, que me contemplaban serios. Quizá algo en su sonrisa.

Tragué saliva.

Este quiere coger, pensé. Y sí, ¿por qué si no, había llegado a mi casa un jueves, sin avisar, sin mandar un whatsapp, sin tocar el portero eléctrico...? ¿Qué traía en la mochila? Es decir, además de sus zapatillas de danza y sus rodilleras.

—Ay, estoy recansado —suspiró estirándose. Y entonces pensé que, bueno, tal vez no quería tener sexo después de todo. Que el que quería coger era yo—. Pero con una ducha caliente se me pasa al toque.

Oh.

Me senté a su lado, pero me paré de nuevo.

—¿Qué querés tomar?

—Agua.

Tenía en la heladera agua mineral especialmente para él, que solo bebía agua después de salir de danza. Serví para ambos.

—¿Todo bien hoy? —le pregunté, sentándome otra vez. Él acercó su vaso al mío y los hizo chocar—. ¿Por qué brindamos? —Le sonreí.

—No sé. Por nosotros —dijo encogiéndose de hombros.

—Por nosotros, entonces.

Bebimos. Dejamos los vasos en la mesita. Y entonces, nos abalanzamos sobre el otro al mismo tiempo. Nos abrazamos y Tommy hizo algo que jamás había hecho: me mordió el labio inferior, estirándolo entre sus dientes hasta que me dolió. Me asusté. Estaba muy, muy caliente. Incluso más que yo. Le saqué la camiseta por la cabeza y la bandana se perdió en el camino. Su pelo se desplegó sobre sus hombros pecosos y contemplé su torso desnudo como si no lo hubiera visto jamás. Y advertí que había ganado algo de peso. Se le notaban menos las costillas y también estaba recuperando masa muscular: los músculos de los abdominales comenzaban a marcársele de nuevo.

Mi cielo al revés (terminada)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora