Mi papá no preguntó por qué viajábamos a una playa tan cercana, solo quiso saber por qué no íbamos en auto. Le dije la verdad: no tenía ganas de manejar seis, siete horas seguidas. Nunca lo había hecho; jamás había manejado por la ruta.
—Pero imagino que pararían para almorzar...
O para hacernos un pete, casi le digo.
Ay, mi viejo, siempre queriendo meterse en los asuntos de los otros más de lo necesario. Mi mamá se despidió de nosotros como si nos fuéramos a la guerra. Por su parte, los padres de Tommy estaban alegres, relajados; no tenían objeciones ni preocupaciones ni listas de consejos o advertencias.
—Cuídense —dijeron todos a coro, cuando subimos al micro.
El día estaba descompuesto. Llovía, paraba, se despejaba un poquito, volvía a llover... Así durante cuatro, cinco, seis horas. Dejé que Tommy se sentara del lado de la ventanilla (habíamos comprado asientos en el piso superior del micro) y me dediqué a contemplar sus ojos miel bailar a toda velocidad por los paisajes de la Ruta 2. Sonreía cuando veía las vacas, manchitas blancas, negras y marrones sobre lienzos verdes; y los esbeltos pájaros de largos picos que buscaban refugio entre los arbustos. Los enormes carteles publicitarios afeaban el paisaje y a medida que nos acercábamos al Partido de la Costa, de la nada surgían pequeños e improvisados puestitos de quesos, fiambres y miel.
A la hora de la comida, a eso de la una, pasó algo gracioso. Delante de nosotros viajaban un grupito de chicos de nuestra edad, de entre dieciocho y veinte años. Me arriesgo a decir que todos eran heterosexuales.
—¿Almorzamos? —dijo uno cuando pasamos por el primer cartel de Mundo Marino.
Sus amigos estuvieron de acuerdo y Tommy y yo los miramos para ver qué manjares sacaban de sus mochilas. Tuve que aguantarme una carcajada: sacaron un paquete de papas fritas, uno de chizitos y uno de palitos. Tommy los contemplaba con el ceño apenas fruncido y una sonrisita burlona.
—Como que me dio hambre —le dije.
—¿Comemos?
—Dale.
Y sacamos nuestro tupper con las empanadas que habíamos preparado la noche anterior: siete de carne (carne picada, cebolla, huevo, aceituna, pasas de uva) y siete de atún (atún, huevo, aceitunas).
—¿Me pasas una servilleta, bebé? —le pedí. Los chicos heteros no tenían servilletas. Se limpiaban las manos grasientas en la ropa.
Llegamos a eso de las cuatro. No habíamos tenido tiempo de reservar alojamiento y traté de buscar un lugar no muy caro que Tomás pudiera pagar sin que le doliera el bolsillo. Terminamos acomodando nuestras cosas en una habitación diminuta sin aire acondicionado y con un televisor de tubo de catorce pulgadas. Y me sorprendí al darme cuenta de que no me importaba. Estaba contento por primera vez en varias semanas.
En el hotel servían el desayuno de ocho a diez de la mañana. Rozaba lo miserable: café con leche con cuatro tostadas (el segundo día me las sirvieron viejas, duras, como si hubieran dejado el paquete abierto), un sobrecito de mermelada, otro de dulce de leche y una barrita de manteca diminuta. Por suerte, en la playa podíamos comprar churros, tortas fritas y licuados naturales preparados allí mismo, a metros del océano.
Nos enamoramos de caminar por la orilla del mar tomados de la mano. No éramos ingenuos: el fantasma de la lgtbfobia nos había rozado con su mortaja y sabíamos que podían mirarnos de costado, reírse, gritarnos insultos. Sabíamos que incluso podían atacarnos, pero no queríamos tener miedo y poco a poco, al ver que nada ocurría, logramos relajarnos.
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Mi cielo al revés (terminada)
RomanceMaximiliano está cansado de guardar secretos. Tiene bastantes, pero hay dos que últimamente le quitan el sueño. El primero: es gay y está enamorado de Tommy, el mejor amigo de su hermana. El segundo: no quiere ser abogado como su hermano, su padre y...