No era capaz de distinguir las cuatro paredes de mi habitación de una tumba abierta. Cuando abría los ojos, lo único que veía era oscuridad. Cuando los cerraba, lo mismo. Tan solo un enjambre de lucecitas azules y rojas que revoloteaban por el interior de mis párpados. El tacto suave de las sábanas. Mis pies fríos, que recibían el soplo helado del aire acondicionado. Por las tardes, el griterío anodino de los niños que jugaban en la plaza. El sonido lejano de algún vecino que le daba un portazo al ascensor.
Oscuridad, oscuridad, oscuridad.
Tommy volvió de la fiscalía (a mí me habían descartado; nunca le había visto el pelo a Emilio) y cuando entró al dormitorio, se convirtió en oscuridad. Sus labios me rozaron la mejilla, pero enseguida se apartaron. Mi barba le picaba. A mí también me picaba la suya. Y también olía su transpiración, sentía el tacto grasiento de su pelo sin lavar cuando se lo acariciaba.
Éramos oscuridad.
Comíamos pizza o empanadas y nos turnábamos para bajar a buscarlas. Él bajaba al mediodía y yo a la noche. No se quejaba por que yo pagara todo. Eso ya no tenía importancia.
Dormíamos acurrucados el uno contra el otro, a veces abrazados, como si temiéramos que algo o alguien nos arrancara de la cama de un zarpazo. Si nos íbamos, nos iríamos juntos.
No hacíamos mucho. Comíamos, mirábamos alguna película; Tommy hacía un par de estiramientos; yo regaba las plantas.
Ya no sacaba fotos (¿de qué?). No barría las migas del desayuno. Y tampoco hacíamos el amor.
Sabía que eso tenía que acabarse y cada día me decía: mañana.
Pero el nuevo día llegaba sin que me diera cuenta (mi celular estaba descargado y no me importaba) y Tomás y yo seguíamos sumidos en la oscuridad de ese departamento que hacía una semana tenía todas las persianas bajadas.
Año Nuevo llegó como si nada. Nuestros padres nos visitaron esa tarde, acuerdo previo seguramente, y no supieron qué hacer ni qué decir. Estábamos demasiado rotos.
Mi papá fue el que más habló, como siempre:
—Ese hombre va a ir a la cárcel, chicos. Hay dos testigos que lo vieron pegarle en la calle y otra que lo vio cuando llegaban a la peluquería. Ella llamó a la policía. La semana que viene van a estar las pruebas de ADN.
—¿Qué pruebas? —exclamé levantando la cabeza de golpe. Debía tener el cuello contracturado, porque me dolía girar la cabeza y sentía que una mano invisible me ahorcaba.
Tommy se hincó las uñas en los muslos. Había algo que yo no sabía, que me habían ocultado. Los cinco (Vanina, Franco, mamá, papá, Tomás)..., los cinco bajaron la cabeza y mi papá se mordió los labios, dándose cuenta de que había metido la plata. Deseaba que me dijeran cualquier cosa, cualquier mentira: las pruebas de los restos de tejidos que tenía bajo las uñas, por haberse defendido...
Ninguno dijo nada.
—La violó —susurré.
Sentí que la oscuridad se agrandaba, se hacía más densa. Intenté imaginarme el dolor, la desesperación de una violación (yo, que todavía no me había acostumbrado a ser penetrado con la tierna delicadeza de Tomás)... Intenté imaginarme ese dolor insoportable y ahí estaban, otra vez, las lágrimas. Sentí que tenía en mi interior una reserva infinita de lágrimas.
Sin embargo, todavía debía conservar algo de la frialdad de mi padre, de la frialdad del abogado, porque también pensé: dejaste pruebas, hijo de puta, no te vas a salvar, en la cárcel te la van a devolver. Hacía años me había obsesionado con la historia del motín de Sierra Chica, el motín más sangriento de la historia argentina, y había descubierto que en las prisiones los hombres son violados y vejados en formas inimaginables. ¿Cuánto tiempo de cárcel le darían por violación seguida de muerte? Le cabía la perpetua.
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Mi cielo al revés (terminada)
RomanceMaximiliano está cansado de guardar secretos. Tiene bastantes, pero hay dos que últimamente le quitan el sueño. El primero: es gay y está enamorado de Tommy, el mejor amigo de su hermana. El segundo: no quiere ser abogado como su hermano, su padre y...