Capítulo cinco

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Estudié para mis exámenes, aprobé, hice trabajos prácticos, fui infeliz. Debería haber una ley que prohibiera que perdamos el tiempo en cosas que no nos dan satisfacción. Algo así como la ley de la felicidad. Pero esa no es la forma en que funciona la vida. Para que algunas personas sean felices, otras tienen que ser infelices. ¿Quién dijo que este mundo está bien de la cabeza?

Se me pasaba la vida entre leyes, artículos, excepciones. Y la vida era una de las pocas cosas que no podía comprar con el dinero de mi padre. Ojalá él pudiera comprenderlo cuando llegara el momento.

Pero la fotografía en blanco y negro que era mi vida esa semana tomó algo de color el sábado por la tarde, cuando recibí un whatsapp de Tommy. Me preguntaba si, por casualidad, no me había quedado con el documento de su primo, el que usaba para entrar a los lugares donde no dejaban ingresar a menores de edad.

Sí, perdoname! Lo tengo yo, no me había dado cuenta.

Jaja, cómo que no te diste cuenta? Mentiroso!!!

No era mentira. Me había olvidado por completo de que tenía su documento en mi armario. Jamás usaba ese jean. Me lo había quitado aquel domingo y lo había ocultado entre mis pantalones menos llamativos.

Bueno, ahora tengo una excusa para verte.

Tardó un par de minutos en responderme. Cuando le decía esas cosas me sentía entre descarado y patético, pero no podía evitarlo, era mi forma de ser. Quedamos en vernos más tarde en la peatonal del barrio.

Me bañé, me peiné, me perfumé, volví a peinarme, me perfumé más.

Cuando bajé a la sala, me encontré con que teníamos visita. Tres de los socios de mi padre cataban uno de los vinos que mi querido progenitor coleccionaba en su cava. Mi papá era fanático de los vinos. Había convencido a Javier y a Josefina para que compraran un vino carísimo, lo guardaran y lo abrieran cuando cumplieran veinticinco años de casados. Yo solo me preguntaba si llegarían a los veinticinco años de casados. Y no quería ni imaginarme el terror que tal vez sentía Javier al contemplar esa botella allí, en su departamento, como una sentencia de su inevitable vejez.

Cada vez que mi padre abría un vino de su colección, era porque festejaba algo. Me pregunté si acaso habrían logrado echar abajo la casa de alguna abuelita para construir allí un edificio de departamentos.

—¡Y acá está nuestro futuro abogado! —exclamó Rogelio al verme, un tipo tan pegajoso y desagradable como su nombre, que no perdía oportunidad para alabarme y así chuparle las medias a mi papá.

—Vení, hijo, tomate una copa de vino con nosotros.

Estaban sentados a sus anchas en los sillones, en mangas de camisa y con los ojos brillantes por el alcohol y la codicia.

—No, gracias, tengo que manejar —me negué—. Guárdenme una copa para después. La tomo cuando vuelva.

Sí, lo tomaría cuando volviera, no quería compartir nada con esos tipos.

—¡Siempre tan responsable, eh, Alejandro!

—¡Es mi hijo!

Me despedí y saludé con la mano a mi madre, que estaba en el jardín, sentada junto a sus rosas. Me devolvió el saludo con una pequeña sonrisa. Perdoname, parecía decir esa sonrisa.

Encontré a Tommy frente a la vidriera de un local de ropa deportiva. Ah, la ropa. Otro símbolo de estatus. Nunca le había visto ropa de marca a Tomás y ese pensamiento me hizo odiarme, porque significaba que le había prestado atención a cosas tan banales como su ropa.

Mi cielo al revés (terminada)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora