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¡Ni hablar, joder! No iba a ponerles las cosas fáciles a estos matones. Me quité la cazadora de un zarpazo y me la enrollé en la pierna. El disparo me había dado en el muslo y no quería que las gotas de sangre señalaran mi rastro. En lugar de encaminarme hacia la carretera, me dirigí a lo que parecía un pantano. La orilla estaba a unos diez metros, bajé por la pendiente hasta el borde del pantano, medio rodando y medio deslizándome. Esperaba no haber dejado un rastro de sangre demasiado obvio. Apoyándome en el tronco de un pino, me icé para levantarme del suelo. Usando la pierna ilesa y recurriendo a los troncos de los árboles para no perder el equilibrio, me adentré cojeando entre las sombras del pantano.

Descubrí un montículo cubierto de hierba y subí como pude a lo alto, con la esperanza de ver la carretera desde allí. Entre los árboles había un hueco que se iba llenando de claridad a la luz del amanecer, pero no estaba segura de si era o no la carretera. No era recomendable quedarme esperando en aquel otero; aún así, me puse a observar con atención. «Un minuto más y me voy», me dije. Un fugaz destello de rojo atravesó el hueco y luego desapareció. Lo había logrado. Me alegré muchísimo de que Camila se hubiera salvado. Seguí cojeando, sangre había empapado la cazadora y comenzaba a resbalarme por la pantorrilla. La sequé con la tela de los pantalones para que no goteara por el suelo.

La temperatura empezaba a refrescar. No era eso: la temperatura subía, porque el sol estaba cada vez más alto. Era yo la que me estaba enfriando. Estaba mojada y cubierta de barro y de sangre y había gastado demasiadas energías intentando caminar y mi herida del costado empezaba a doler aún más. Supuse que darían por sentado que intentaría llegar a la carretera. Así que me encaminé hacia el río cercano, abriéndome paso con dificultad entre la maleza y los peligrosos pozos de lodo. Descubrí un trozo de terreno relativamente seco y me eché al suelo enseguida. Tenía que ver cómo estaba la pierna. Aparté la cazadora con cuidado, procurando no hacer sangrar la herida más de lo que ya estaba sangrando.

Comenzaba a filtrarse la luz del día, a adentrase entre la jungla densa que me rodeaba. Había ya claridad suficiente para examinar la pierna. Me dije que no parecía tan grave, que la bala solo había alcanzado la carne y no el hueso. «¿Pero tú qué sabes de medicina?», me dijo la voz de la realidad. Igual podía morirme desangrada. Traté de no pensar en esa posibilidad. Saqué la cuchilla del bolsillo de la cazadora y la usé para separar una de las mangas. Luego corté la manga a lo largo, en dos mitades, y me vendé la pierna con ellas, apretando bien y haciendo un nudo con el extremo de una de las tiras. Tendría que apañármelas con eso.

Volví a ponerme la cazadora ensangrentada. Oí unas voces en la distancia. Tenía que seguir avanzando. Caminé como pude hacia el río, en dirección opuesta a la de las voces. Cada veinte pasos tenía que parar y apoyarme en cualquier árbol cercano, para descargar un poco el peso de mi única pierna útil. Pero no tardé en notar que los músculos me temblaban de agotamiento. Tenía que encontrar un sitio donde esconderme y descansar. A medida que caminaba, la tierra se iba convirtiendo más en fango. Al cabo de poco, el agua del pantano me llegaba por las rodillas. El agua fría me hacía tiritar. Y estaba haciendo demasiado ruido, porque al avanzar con una sola pierna levantaba muchas salpicaduras. Probé a apoyar parte del peso en la pierna herida, pero sentí una intensa punzada de dolor. Apreté los dientes y apoyé un poco más de peso. Mis músculos se tensaron como si fueran a romper la venda improvisada. Di unos pasos tentativamente, procurando descargar casi todo el peso en las ramas y los troncos en los que me apoyaba.

El dolor no se apaciguó, pero tampoco se hizo más intenso. Tal vez lo lograría. «Voy a conseguirlo», me dije. Nada de «tal vez». Chapoteé un poco más por el agua, cada vez más honda. Di otro paso más con la pierna buena, pero me quedé sin apoyo bajo los pies. El lodo tembloroso del fondo parecía abrirse en un vacío. Me metí unos segundos bajo el agua, pero no pude ver nada más que el líquido oscuro. Emergí a la superficie, escupiendo y tosiendo e intentando expulsar el agua que me había entrado en la nariz y la boca. «Es muy poco trecho, puedes retroceder», me dije, para calmar el pánico que empezaba a sentir. Me aferré a las hierbas palustres. Me pareció que transcurría una eternidad hasta que clavé las manos en el fango. Ni siquiera traté de ponerme de pie. Medio arrastrándome medio nadando, alcancé un trozo de tierra capaz de sostenerme.

A Mí Merced (Camren)©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora