Capítulo 2

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Caroline


El lujoso y cómodo carruaje avanzaba en un suave bamboleo por las frías y oscuras calles de Londres. Un delicado traje de seda dorada y una abrigadora capa de terciopelo me resguardaba del clima helado.

Con una mano enguantada, corrí la cortina del vehículo para observar el camino hasta la faustosa mansión citadina del marques de Candem. Era tan irónico que por voluntad propia me dirigiera al lugar que me había dado el mejor y más doloroso recuerdo de mi vida; sin embargo, mi lado masoquista me obligaba a acudir cada año desde que había pasado aquello. No había mejor manera para recordarlo, ni una mejor manera para odiarlo.

Habían pasado cuatro años desde la última vez que le había visto en nuestra desastrosa fiesta de compromiso. Cuatro largos años que habían servido para que yo pudiera enterrar cualquier sentimiento que había podido albergar por él; sin embargo, existían momentos, como el de ahora, en los que podía recordar con una espantosa facilidad cada detalle de su rostro, la pequeña cicatriz de la ceja derecha, su nariz recta y perfilada, la suavidad de sus labios, lo embriagador de su aroma y el inigualable placer de perderme entre sus brazos.

Suspiré agotada con el cúmulo de sentimientos que estaba experimentando en tan poco tiempo.

Un resoplido de ronquido se escuchó desde el lugar de mi acompañante, en el asiento de enfrente, alejando el rumbo de mis deprimentes pensamientos. La señorita McNeill, una solterona y robusta dama entrada ya en años, estaba supliendo el lugar de la abuela como una improvisada carabina tras el repentino resfrío que aquejó a la duquesa viuda; pese a todo, mi manipuladora pariente aún conservó las energías necesarias para obligarme a hacer mi equipaje y embarcarme directo a Londres con su vieja amiga, quien se alojaría en casa por el resto de la temporada.

Me encogí de hombros, pudo haber sido peor; al menos esta anciana dama poseía un agudo ingenio que no hacía su compañía aburrida, en lo absoluto. Escondí una sonrisaa ante su suave ronquido.

- ¿Mis ronquidos eran tan ensordecedores, querida?- preguntó la señorita McNeill despertando de su corto estupor.- Me temo que en estos últimos años se me ha hecho costumbre tomar una pequeña siesta en los carruajes.

Sonreí en respuesta.

- No ha sido para nada escandaloso, se lo aseguro señorita McNeill. Además, he leído a varios autores recomendar la siesta para fomentar la salud- le tranquilicé- y nuevamente, permítame agradecerle que se haya ofrecido a ser mi carabina.

Negó con un gesto en la mano, mientras retocaba las plumas en su cabello.

- No digas tonterías niña, estoy encantada de estar pasando mi tiempo con una jovencita que use su cerebro y pueda brindarme conversación más allá de telas y caballeros- sonrió- de no ser ese el caso, ya te hubiera lanzado del carruaje en movimiento. Ni siquiera tu parentesco con mi querida Helena te hubiera mantenido a salvo.

Se me escapó una pequeña carcajada.

- Y yo estoy encantada de viajar con una dama que me aliente a buscar más cosas que sólo ir por la caza de un marido rico y con título.

- ¡Pamplinas, niña!- exclamó con vigor- la vida de una mujer va más allá de la búsqueda de un esposo- me sonrió- la aventura nos llama, está en nuestras venas y sólo las más valientes podemos seguirlas.

Sonreí con cariño ante su espíritu tan enérgico. El suave bamboleo del carruaje se fue convirtiendo en un murmullo hasta detenerse.

- ¡Justo a tiempo!- exclamó mi carabina- hemos llegado.

Después de sus últimas palabras, ambas acomodamos nuestras ropas y esperamos que el carruaje sea abierto por un par de lacayos. Con la mano extendida, acepté la ayuda del paje y me reuní con mi acompañante.

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