Capitulo 2

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Amanda se estiró la falda del vestido que se había puesto para la misión de esa noche. Era negro, de crepe de seda, con escote halter, el más sexy que había en su armario, pero tenía seis años y temía que empezara a notarse.

—¿Seguro que estoy bien? —le preguntó a Dora—. Está un poco viejo.

—No, está muy bien —le aseguró su amiga—. Y no se ha pasado de moda. Estás preciosa, Amy. Pareces una modelo.

—¿Una modelo? Sé que tengo buen tipo, pero el resto es bastante normalito. Sin maquillaje, ningún hombre me miraría dos veces. Y, si no me lo recojo, mi pelo es un desastre.

—Subestimas tu atractivo, Amy —sonrió Dora.

Y era verdad.

Tenía un cuerpo espectacular; la clase de cuerpo que sólo tienen las modelos de ropa interior. Pechos altos, cintura estrecha, caderas delgadas y piernas interminables. Y parecían aún más largas con las sandalias negras de tacón.

Pero no era guapa en el sentido clásico. Tenía la boca demasiado grande, la barbilla más bien cuadrada y la nariz ligeramente larga. Pero también tenía unos ojos rasgados que parecían llenos de promesas sensuales; unos ojos que atraían a los hombres como un imán.

En cuanto a su pelo... de joven, Dora habría matado por tener el pelo de Amanda. Negro y rizado, cuando se lo dejaba suelto caía sobre sus hombros como una exótica cascada. Cuando se lo recogía, los rizos que se escapaban a ambos lados de su cara le daban un aire más sexy todavía, si eso era posible.

A Dora no le sorprendió que un detective privado le hubiese ofrecido trabajar como señuelo. Era el arma perfecta para atraer a maridos infieles. Y a los que eran fieles también, seguramente.

—¿Este es el hombre? —preguntó, tomando una foto que había sobre la mesa.

—Sí.

—Es guapo.

A Amanda también le había parecido guapo. Mucho más guapo que los otros idiotas con los que había tenido que coquetear. Y más joven. Treinta y tantos, seguramente. Pero no tenía ninguna duda sobre el tipo de hombre que era.

—Guapo, sí, desde luego. Casado y con dos niños pequeños, pero se pasa los viernes bebiendo hasta las tantas en un bar.

—Muchos hombres beben los viernes por la noche.

—Dudo que vaya sólo a beber. El bar que frecuenta es un sitio al que van muchas mujeres.

—Hay mujeres en todos los bares, ¿no?

—Sí, Dora, pero me refiero a «cierto» tipo de mujer —sonrió Amanda—. Su esposa está convencida de que la engaña y quiere saber si es verdad.

—¿Y que ella esté convencida es una prueba de adulterio? —replicó Dora—. Puede que luego se arrepienta.

—¿Por qué dices eso?

—A mí nunca me ha parecido justo que envíen a una chica como tú a tontear con esos hombres. Puede que éste nunca le haya sido infiel a su mujer... A lo mejor trabaja muchas horas y sólo sale a tomar una copa para relajarse. Y entonces apareces tú, le tientas... y el pobre no puede resistirse.

Amanda soltó una carcajada. Dora hablaba de ella como si fuera una sirena. Pero no era irresistible. Que se lo preguntasen a todos los hombres que no habían querido contratarla en el último año.

No, la pobre no sabía de qué estaba hablando. Pero, claro, Dora tenía sesenta y seis años. En su época, seguramente los hombres eran más honorables.

—Créeme, Dora. Para cuando acuden a Jack y le dan el dinero que les pide, ya no hay ninguna duda de que sus maridos las están engañando. Sólo quieren una prueba para usarla en el divorcio. Rodrigo Sandoval, por ejemplo —dijo Amanda, señalando al hombre de ojos azules de la fotografía— no es un pobre trabajador incomprendido. Está engañando a su mujer y está a punto de ser pillado con las manos en la masa... que soy yo. Y ahora, tengo que irme —añadió, guardando la fotografía en uno de los bolsillos interiores del bolso—. Voy a darle un beso a Emily.

Entró en el dormitorio de puntillas. Su hija había apartado el edredón porque hacía una noche muy agradable, pero Amanda la tapó con la sábana. Hacía poco tiempo que había pasado de la cuna a la cama y parecía una muñequita, tan pequeña...

Se le encogía el corazón cuando miraba a su hija.

Eso fue lo que más la sorprendió cuando tuvo a Emily. El inmediato e incondicional amor que sintió en cuanto tuvo a la niña en sus brazos.

¿Habría sentido su madre lo mismo cuando la tuvo a ella?

Seguramente no. Sospechaba que el amor de su madre había estado marcado por la vergüenza.

Amanda sacudió la cabeza para desechar esos pensamientos mientras acariciaba los rizos oscuros de Emily.

—Duerme, cariño mío. Mami volverá enseguida —murmuró—. Gracias por cuidar de ella, Dora —dijo luego, cuando volvió a al saloncito.

—De nada —contestó su amiga y casera.

—Ya sabes dónde están las galletas.

—Esta noche ponen una buena película a las nueve... dentro de diez minutos —sonrió Dora, mirando el reloj—. Será mejor que te vayas y, por favor, toma un taxi a la vuelta. Es muy peligroso viajar en tren a esas horas, especialmente un viernes por la noche.

—Espero no acabar muy tarde —suspiró Amanda .

Quería aprovechar al máximo el dinero que iba a ganar. ¿Por qué iba a gastarse treinta dólares en un taxi?

—Amanda CáceresDante —la regañó Dora—. Prométeme que vendrás en taxi.

—Lo haré... si me parece necesario.

—Eres muy cabezota, jovencita.

—Lo sé, pero tú me quieres de todas formas —sonrió Amanda. Y después de darle un beso, se colocó el bolso al hombro y salió por la puerta.

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