Capítulo 26

6.6K 484 0
                                    

Amanda trabajó deprisa durante las dos horas siguientes, sin levantarse hasta que el diseño quedó perfecto. En su opinión, al menos.

Susan volvió a la oficina sólo minutos después de que Max hubiese llamado para decir que estaba en casa y que la conjuntivitis de la niña no era nada serio. El oculista le había puesto unas gotas y, después de tomar un vaso de leche, iban a ver El rey león.

Una vez tranquilizada, Amanda pudo concentrarse en la reacción de Susan al diseño del anuncio. Pero Susan tenía el ceño arrugado.

—Yo nunca lo habría hecho así —murmuró, inclinando la cabeza a un lado y a otro para mirar la pantalla del ordenador—. Pero sí, me gusta. Eres muy creativa, Amy. Max ha encontrado una joya. Harry se llevará una alegría cuando vuelva.

Ella suspiró, aliviada. Por un momento se había asustado.

—Gracias. Pero... ¿te importa si me voy? Me llamaron de la guardería para decir que Emily tiene conjuntivitis, pero como tenía que terminar esto...

—Por favor, la próxima vez que te pase algo así, vete corriendo —la interrumpió Susan— Espero que Emily esté bien.

Amanda no quería contarle que Maximiliano había acudido al rescate. Era algo muy personal.

—Eso espero yo también —murmuró, guardando las cosas en su bolso—. Gracias, Susy. Trabajaré un par de horas en casa para compensar el tiempo perdido...

—Ni se te ocurra. Has hecho más cosas en un día que tu predecesor en toda una semana.

El tren estaba lleno de gente y tuvo suerte de encontrar asiento. Hacía un calor terrible. El mes de diciembre en Sidney siempre era muy húmedo y el aire acondicionado no funcionaba bien. Seguramente toda esa gente estaba haciendo las compras de Navidad, pensó.

Afortunadamente, ella ya había hecho las suyas. La muñeca Felicity con todos sus accesorios y otros regalitos pequeños. Incluso para su madre, a quien había enviado unas servilletas de lino que, seguramente, no usaría nunca. Su madre era una mujer muy difícil de complacer.

Para Dora había comprado unos mantelitos individuales con posavasos a juego. No se había gastado tanto como para su madre, pero sabía que Dora agradecería el regalo mucho más. Y, además, lo usaría.

Entonces se le ocurrió pensar que no le había comprado nada a Max. En realidad, la intrusión de Maximiliano Sandoval en su vida casi la había hecho olvidar la Navidad...

Amanda recordó lo que le había dicho a Dora la noche que fue al bar, que quería un hombre para Navidad, un hombre guapísimo, además.

Maximiliano.

Qué ironía.

Seguía pensando que su amor era increíble, pero él decía que la amaba y no tenía ninguna razón para dudar de su palabra. Francamente, no quería dudar de él. Estaba harta de su cinismo, harta de no creer en los hombres, harta de no querer enamorarse. Dora tenía razón, la vida podía ser cruel, pero también podía ser maravillosa.

Maximiliano era un hombre extraordinario aunque no quisiera tener hijos. Por qué, no tenía ni idea, pero le preguntaría. Pronto. Y si le decía que era una decisión firme, ¿qué haría? Ella quería tener hijos con el hombre que amaba... y amaba a Maximiliano. Esa era una de las razones por las que antes se había puesto a llorar, porque no había podido evitar enamorarse de él.

«Lo amas y llegarías a cualquier compromiso para estar con él».

Pero quizá se estaba equivocando.

Quizá él sólo quería seguir siendo su amante. Quizá no quería casarse con ella, sólo seguir viéndose como hasta ahora.

Y eso no sería suficiente. Pero no podía obligarlo a casarse con ella. No podía obligarlo a hacer nada.

El tren llegó a Roseville en ese momento. Mientras iba corriendo a casa, se decía a sí misma que debía dejar de cuestionarse todo y, sencillamente, vivir el momento. Las cosas iban bien. ¿Por qué arriesgarse pidiendo más de lo que él podía dar?

Max le hizo un gesto para que no hiciera ruido cuanto entró en la casa.

—Emily está dormida. Se durmió mientras veíamos la película y la he llevado a la cama. Pero sólo hace diez minutos.

—Gracias.

—Estás sudando.

—Es que hace mucho calor.

Afortunadamente, el ventilador del techo refrescaba el ambiente. Max parecía muy cómodo en el sofá, con las piernas estiradas. Muy cómodo y muy sexy.

Y, de repente, Amanda se sintió más acalorada.

—Voy a darme una ducha. Cuando Emily se duerme, normalmente no la despierta ni un terremoto... volveré enseguida.

La niña estaba profundamente dormida y no se despertó mientras se duchaba y se ponía un vestido de algodón rosa que le quedaba mejor de lo que había pensado.

Maximiliano apretó los dientes al verla salir de la habitación. Debería irse o su resolución de no tocarla hasta el viernes se iría por la ventana. Pero cuando se levantó para tomar la chaqueta, su expresión la traicionó. Amanda no quería que se fuera.

Se miraron un momento. Y entonces ella dijo algo que lo dejó boquiabierto.

—Dilo otra vez.

—Te quiero —murmuró Amanda, con los ojos brillantes.

Max supo que siempre recordaría ese momento. Sentía una docena de emociones... incredulidad, sorpresa, alegría, satisfacción, deseo, compitiendo por hacerse un sitio en su cerebro y en su corazón.

El deseo ganó al final. ¿O era su amor por ella? ¿Cómo no iba a tomar en sus brazos a una mujer que le había dicho que lo amaba con tan conmovedora sencillez?

—¿Cuándo te has dado cuenta?

—Mientras venía a casa, en el tren.

—Un buen sitio para tomar decisiones —bromeó Maximiliano.

—Mucho mejor que entre tus brazos —sonrió Amanda—. No puedo pensar cuando me besas.

—Me gusta saber eso.

Amanda enredó los brazos alrededor de su cuello.

—¿No vas a besarme?

—Pronto.

—Eres un poco sádico, Maximiliano Sandoval.

—Nunca he dicho que fuera un santo.

Y tampoco ella era masoquista. Sus bocas estaban a punto de unirse cuando sonó un golpecito en la puerta.

El Regalo IdealDonde viven las historias. Descúbrelo ahora