Capítulo 8

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Ideas Bárbaras estaba al norte de Sidney, en la tercera planta de un edificio de oficinas no lejos de la estación. Afortunadamente, porque Amanda no tenía coche.

Llegó al vestíbulo muy temprano, con sus mejores vaqueros, una camisa blanca bien planchada y unos mocasines negros de piel. Del brazo llevaba una chaqueta, por si tenían el aire acondicionado a toda marcha, y un maletín en la otra mano.

Se había recogido el pelo en una coleta, con un pañuelo blanco y negro que le había prestado Dora. Apenas llevaba maquillaje y los pendientes eran unas crucecitas de plata.

Y el reloj. Ella no podía vivir sin reloj.

En ese momento, lo estaba mirando. Las diez menos veinte. No pensaba subir a la agencia todavía para que no pensaran que estaba desesperada. Sólo los desesperados llegaban tan pronto. En lugar de eso, fue al lavabo para comprobar de nuevo su aspecto.

En realidad, su imagen sería considerada muy conservadora en el mundo de la publicidad. Pero ella nunca había vestido de forma llamativa, incluso cuando podía hacerlo.

Por fin, salió del lavabo y tomó el ascensor. Llevaba meses sin hacer una entrevista de trabajo y tenía los nervios en el estómago. No porque no se sintiera capacitada. A ella nunca le había faltado confianza en su talento. Pero después de haber hecho tantas entrevistas sin éxito, empezaba a preguntarse si alguna vez iba a encontrar trabajo en su campo.

Aquella era la mejor oportunidad que le habían ofrecido en varios meses.

Cuando salía del ascensor, se preguntó si estarían entrevistando a la otra candidata. Y si los habría impresionado tanto que no se tomarían la molestia de hablar con ella. Con su mala suerte, la recepcionista podría decirle: «Muchas gracias por venir, pero el puesto ya está ocupado».

Amanda respiró profundamente, intentando tranquilizarse. A Harry Wilde le había gustado su currículum y tendría la decencia de entrevistarla, por lo menos.

La recepción de Ideas Bárbaras era acorde con su imagen: moderna y llena de color, con las paredes pintadas de rojo, el suelo de mármol negro y enormes sofás de piel beige.

La recepcionista era rubia, pero no exagerada ni muy llamativa. De unos treinta años, llevaba un traje oscuro y la miraba sonriente.

—Hola. Tú debes ser Amanda Cáceres

—Sí, soy yo —contestó ella, secándose el sudor de las manos en los vaqueros—. Llego temprano, creo.

—Eso es mejor que llegar tarde. O no venir en absoluto —sonrió la chica—. Voy a llamar a Karen para decirle que estás aquí. Karen es la ayudante personal del señor Wilde —le explicó—. Siéntate un momento, por favor.

—Gracias.

—Ha llegado Amanda Cáceres, Karen —oyó que decía la recepcionista por teléfono—. Sí... ahora se lo digo.

Ella se había sentado y hacía lo imposible por mostrarse tranquila. Aunque por dentro era un manojo de nervios.

—El señor Sandoval no ha terminado la entrevista con la otra candidata y...

—¡El señor Sandoval! —exclamó Amanda, levantándose de un salto.

—El señor Wilde está de viaje. El señor Sandoval se encarga de la agencia hasta que vuelva.

—Ah, ya veo —Amanda respiró profundamente. Qué tontería pensar que ese Sandoval sería el mismo Sandoval del viernes. Sandoval no era un apellido tan raro. Además, su señor Sandoval era contable. ¿Cómo un contable iba a dirigir una agencia de publicidad, aunque fuese temporalmente?

—Por cierto, me llamo Marisol —dijo la recepcionista—. Será mejor que nos vayamos conociendo. No debería decir esto, pero creo que tú le gustarás más que la chica que está dentro.

—¿Por qué? —preguntó Amanda.

No había terminado la frase cuando oyeron un portazo.

—Juzga por ti misma —dijo Marisol en voz baja.

En ese momento, una criatura asombrosa apareció en recepción.

Lo primero que sorprendió a Amanda fue su pelo naranja, que parecía cortado con un hacha. Con un hacha oxidada.

Lo segundo fue la cantidad de pendientes que llevaba en la cara. En las orejas, en la nariz, en las cejas, en los labios, en la barbilla... A saber qué otras partes de su anatomía llevaba perforadas. Posiblemente, muchas.

Afortunadamente, la chica iba tapada hasta el cuello. Su estilo, sin embargo, era una combinación de punky y siniestro y la ropa parecía sacada de un cubo de la basura. Y las botas militares habían visto días mejores. Muchos días mejores.

—Dile a Harry Wilde que me llame cuando vuelva, si sigue interesado —murmuró aquel miembro de la familia Adams mientras se dirigía al ascensor—. No trabajaría para ese tío aunque fuera el último empleo que quedase en la tierra. No sabe lo que es una persona creativa. No tiene ni idea.

En cuanto desapareció, Marisol miró a Amanda con una sonrisa en los labios.

—¿Lo entiendes ahora? Me parece que tienes el puesto asegurado.

Amanda no podía creer que el destino hubiera sido tan amable con ella.

—Eso espero. Necesito este trabajo.

El teléfono sonó inmediatamente.

—Sí, Karen. La mando para allá ahora mismo. Y no te preocupes, ésta sí le gustará —dijo Marisol, antes de colgar—. Te toca. Es la última puerta al final del pasillo.

Amanda tragó saliva.

—Una cosa más. ¿Sabes cómo se llama el señor Sandoval?

—Maximiliano. ¿Por qué?
Ella suspiró, aliviada.

—No, por nada. Conocí a un Sandoval una vez y... afortunadamente, no es el mismo.

—Siempre hay uno de ésos en el pasado —rió Marisol.

Cierto. Pero no era en el pasado para ella. Había sido sólo dos días antes y con sólo pensar en él seguía poniéndose a temblar.

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